Información gramofónica





Como la Biblia, el periodismo tiene una terca querencia por las parábolas. La que pergeñó Luis de Galinsoga en 1917 era más bien facilona. No se tomó más trabajo que el de cambiar el nombre del suelo patrio por el de Fispalia para escribir una serie de cuentecillos costumbristas con moraleja sobre los usos en boga. Uno de ellos estaba dedicado a las vueltas de los periodistas en el «corro»:

«La Prensa de Fispalia servía diariamente a sus lectores cierta especie de información gramofónica sobre la marcha de la cosa pública. No había periódico que se estimara en algo que no tuviera organizada cabalmente su información oficiosa. Tal era el nombre de aquellas gacetillas, conocidas también por el remoquete de información en corro…
El sistema tenía indudables ventajas… para los Gobiernos. […] Un político sufría el encono de tales o cuales periódicos; la vida de ese político, su obra, su gestión, se desenvolvían en un vacío desolador, que aquellos periódicos enemigos, máquinas neumáticas rotativas, habían hecho en redor al hombre odiado. Mas he aquí que un buen día este hombre trepa o sube, entra o escala, adquiere o asalta una poltrona… Pues desde aquel día el político obscurecido y postergado y en baja ipso facto, merecía todas las noches, todas las mañanas, sendas columnas amparadas en estas titulares pretenciosas: “dice Don Fulano de Tal”; “hablando con Mengánez”; “manifestaciones de Perencejo”… Y la voz del político encontraba eco potente en todos los periódicos de Fispalia.
Quien fuera el autor de tamaña difusión de las banalidades, sandeces, tonterías y, rara vez, cosas razonables que los ministros declaraban, es cosa que se ignora… Sábese en cambio, que la ideíca mató la variedad en los periódicos, segó todo estímulo de pimpante y algarera y traviesa fantasía en los informadores, y pasó por el rasero de una fofa monotonía por las columnas de las informaciones políticas».

El sistema del «corro» desencadenó efectos nefastos en los periódicos y trágicos en la vida de los malhadados plumillas:

«Unos muchachos inteligentes, con discernimiento, con criterio, eran la víctima de este singular sistema… Su misión era la heroica misión de escuchar cosas incongruentes, falsas o, sencillamente, vacuas para transmitirlas luego a la cuartilla. Era en vano que el fuego del ingenio crepitase en torno a la charla con el ministro, y que titileara la lucecita de la sagacidad para iluminar la sombría jerigonza oficiosa… Todo inútil, todo baldío. Allí, ante aquel grandísimo zoquete, el periodista tenía que oír y callar, y lo que es más trágico, tenía que pasar por el suplicio de trasladar a la cuartilla las especies hediondas que minutos antes habían lastimado sus oídos. El periodista estaba anulado como ser pensante. El periodista era un disco gramofónico, que el ministro impresionaría a su antojo…
Y aquellos muchachos llenos de agilidad mental, de perspicacia, de clarividencia, tenían que soportar, cotidianos, el chaparrón de vanidades, de estulteces o de bilis, que tal cual ministro se servía arrojar sobre las columnas de todos, absolutamente de todos los periódicos de Fispalia. Y el reporterismo, función natural del periodismo moderno, se veía recluido entre las mallas tupidas, fuertes, como de hilo bramante, de las declaraciones oficiosas; rotas las alas de la imaginación, y saltados los resortes del noble pugilato entre periódicos y periódicos, por mejor servir los intereses del público…».

El corro



Eduardo Dato (1919)
Eduardo Dato y los hongos periodísticos de invierno


Periodistas  y políticos fueron perdiendo sus bárbaras costumbres decimonónicas y en 1915 El Liberal podía celebrar que, por fin, unos y otros consentían en rozarse: «El cambio de los tiempos y el cultivo intensivo de la urbanidad han suavizado las relaciones entre partidos y entidades, que antaño no trocaban siquiera los saludos, y Dios sabe que esa transformación nos parece un grato y saludable progreso». Aun así al periódico no se le escapaban las nefastas consecuencias que estaba desencadenando la sagaz maniobra de los políticos al inventar el «corro» (es decir, la rueda de prensa) y la mansedumbre con la que los periodistas se habían dejado llevar al redil:

«Es nuevo el procedimiento, o a lo menos data de poquísimos años. Antes, los periodistas, célebres algunos, que no se llamaban informadores ni reporters, y sí tan sólo noticieros políticos, buscaban y tomaban las noticias de interés no en los labios sonrientes, sino contra el ceño adusto y el propósito hermético de los gobernantes. Pero el malogrado Canalejas introdujo una práctica distinta. A título de periodista militante, adoptó el sistema de congregar en ronda a sus queridísimos compañeros. Y así, en tono familiar, y hasta confidencial en algunas ocasiones, iba enterándoles no de lo que buscaban ellos, pero sí de lo que a él, en cada momento gubernamental, le convenía.
Harto se le alcanzaba que uno solo, inteligente y sagaz, si se empeñaba en sacarle las verdades del cuerpo, acabaría por pescar alguna. Y, para evitarlo, los reunía en colectividad, seguro de que así aceptarían y llevarían al periódico cuanto les refiriese o predicase, no ya con peligro, antes con ventaja, para los fines de gobierno.
El señor conde de Romanones le imitó, como aprovechado alumno. Pero el actual presidente del Consejo ha dado quince y raya al llorado muerto y al ilustre vivo».

Eduardo Dato (1917)
Dato y los canotiers periodísticos de verano

El presidente que daba quince y raya a sus inmediatos predecesores era Eduardo Dato, quien ganó la fama de hombre amable, cordial, simpatiquísimo, siempre dispuesto a atender a los periodistas. Para El Liberal aquellas deferencias disfrazaban un eficaz sistema de propaganda, en virtud del cual se hacían innecesarios hasta los servicios prestados por un veterano «pregonero ministerial» como La Época:

«Por obra de su habilidad, de su cortesía, de su arte, nos hemos vuelto ministeriales todos los periódicos madrileños. Y también muchísimos de provincias, cuyos corresponsales en Madrid se hallan tan sugestionados como los demás por su blando e incontrastable influjo.
Para rectificar una noticia, inexacta o verdadera; para desengañar o engañar a alguien; para exponer el juicio, no siempre firme, que cada día desea poner en circulación, y para apaciguar a las gentes, unas veces halagándolas y otras insinuándoles lo que podrían decir o hacer, aunque hayan dicho o hecho lo contrario, lo mismo le sirven de bocina los adictos que los adversarios, los liberales y los republicanos que los independientes y los conservadores. A los unos y los otros les da con llana afabilidad el Sr. Dato su conferencia cuotidiana, y encantados los oyentes recogen solícitos sus palabras, y por la tarde o a la mañana siguiente las insertan al pie de la letra en sus periódicos respectivos.
En el propio diario que le combate o le censura, el jefe del Gobierno se defiende y se desquita con creces antes de las veinticuatro horas. Y hasta suele acontecer que lo escrito en las secciones editoriales aparezca desautorizado por el Sr. Dato en las informaciones políticas del mismo número.
La Prensa entera, salvo unos pocos estimados colegas que no mandan redactores a la Presidencia, se halla automáticamente a su servicio.
Y, como ya queda dicho, maldita la falta que le haría La Época, si el antiguo y acreditado periódico no le ayudara, por su autoridad en el extranjero, a colocar fuera de casa lo que aquí gratuita y gustosamente le admitimos todos».

El Liberal se hacía el propósito de oponer cierta resistencia a la política del «silencio general obligatorio» que pretendía imponer Dato:

«No pensamos allanarnos es a la teoría complementaria del Sr. Dato, según la cual no debe haber ni hay más noticias, informes y juicios que los suyos, y son falsos, calumniosos (y, naturalmente, antipatrióticos) los que vienen por distinto conducto.
Insistiremos en publicar los nuestros, si tienen regular garantía, y en apreciar según nuestro leal saber y entender cuantas cuestiones interesen a España. Todo se reducirá a que nos agenciemos un paraguas mayor que los ordinarios contra los chaparrones de adjetivos».

Pero, al fin y al cabo, el periódico sabía que no podía quejarse demasiado puesto que había «incurrido en la torpeza» de aceptar el sistema del «corro»: «Y así continuaremos, reservándonos el derecho de creer o no creer lo que el presidente diga desde nuestras columnas». ¿Y los lectores? Que ellos se las compongan como mejor puedan: «El público distinguirá de colores en medio de esta amable confusión que poco a poco se ha creado en la Prensa». 

Después de los meandros, el artículo desembocaba en la evidencia incontestable de que no había escapatoria: nada «será óbice para que prosigamos, muy gustosos y muy agradecidos, acogiendo la importante colaboración del Sr. Dato en estas humildes columnas». Aquella «extraña codependencia» de políticos y periodistas que ahora descubren con escándalo algunos es exactamente la misma de la que hablaba El Liberal en 1915, demostrando conocer mejor los resortes del marketing, la comunicación política y el periodismo que sus colegas de un siglo después.

Eduardo Dato (1917)
Eduardo Dato comprando los periódicos que ha dictado unas horas antes
 

Ni rozarse



Diputados y periodistas, rozándose

Incluso con el surtidor de los «fondos de reptiles» o con el caudaloso chorro del «grifo» de las subvenciones oficiales, las relaciones de los políticos y los periodistas siempre han sido más bien difíciles. Resumiendo mucho, su historia podría ilustrarse con dos escenas.

La primera hay que buscarla en el siglo XIX, todavía el tiempo de los papeles doctrinales que defienden a machamartillo una causa política y se dedican a vomitar arengas. El redactor de un periódico de trinchera era un soldado y, como tal, no le estaba permitido flaquear en el campo de batalla. Y el director…

«El director –escribió José Zahonero, que llegó a conocer bien al prototipo– lo era tan solo para presentar antes que otro alguno su nombre y su pecho ante el enemigo.
Escribía poco; alentaba a todos.
¿Pisar él un ministerio? ¿Hablar él con los bribones aquellos que engañaban al país? Nunca. Más aún: desdichado el redactor que se permitía tales relaciones.
Los periodistas de los periódicos independientes o de los periódicos del gobierno, felicitaban en el Parlamento a algún orador o a algún diputado que acabara de jurar su cargo, y el felicitado enviaba a la tribuna pasteles, dulces, puros o caramelos…
¡Ni un caramelo aceptaba el cronista del periódico de combate! Era un puritano, y rechazaba con desdén la invitación al banquete del saloncillo de la tribuna. No era difícil oír en algunas ocasiones al director o a alguno de los redactores advertencias o críticas como estas, dichas medio en serio medio en broma:
–Díganos usted, amigo Sánchez, ¿de qué le viene a usted la amistad con el canalla de…? (aquí el nombre de un político adversario del periódico). Le vi a usted hablando con él en la puerta misma del Congreso.
–Que tropecé con él… y le dije ¡usted dispense! El hombre me contestó muy cortés y…
–Es muy fino, muy zalamero… como todos los pillos. Pues mire usted, amigo mío, en casos tales si él le pisa a usted, le rompe el alma por esto; si usted es el que le pisa, le rompe usted el alma antes de que se queje…
–Sí, amigo Sánchez, sí… no hay que ceder… porque si no… de ahí a resellarse no hay más que un paso».

Ni rozarse, los reclutas de aquellas batallitas decimonónicas no podían ni rozarse con el enemigo. A principios del siglo XX, los periodistas comenzaron a arrimarse cuando dejaron la guerra para consagrarse al «Sagrado Ministerio de la Santísima Información», como lo llamó Mariano de Cavia. Escribían para cabeceras que se proclamaban imparciales y noticiosas, y para guardar las apariencias de una asepsia ideológica que convenía al negocio el apaciguado «repórter político« iba al Congreso a hablar con todo dios y hasta con el mismísimo diablo si hacía falta. Había nacido el periodismo de dimes y diretes entrecomillados. Y aquí viene la segunda escena.


En 1913 un periódico dejó caer, como quien no quiere la cosa, una alusión a los turbios negocios del presidente del Gobierno, el conde de Romanones. Según los nuevos usos y costumbres, allá que se fueron pitando los gacetilleros a preguntarle. El conde respondió lo que se responde en estos casos: no sé de qué me hablan, «yo no leo periódicos». Quería marcharse de rositas, pero no iba a poder ser; le pasaron el recorte para que se pusiese al día. El conde negó, como exige el guión en tales circunstancias, todos los chanchullos que le atribuían: «Cuando me dediqué por completo a la política, entendía que debía quedarme en una situación de completa independencia, como corresponde a la autoridad de todo político, y conforme con esta norma de conducta, aun cuando los negocios particulares que heredé de mi padre no tenían relación ninguna con el Estado, resolví prescindir en absoluto de ellos, y con dolor de mi corazón». Y añadió con chulería: «Por lo tanto, nada de cuanto se dice ahí puede afectarme. Mi fortuna, que heredé de mis padres, es conocida, y ella me hace estar sobre el nivel de lo que pueda decir cualquier… periodista que haya podido decir eso». Acto seguido se fue a recibir en audiencia a la comisión de alcaldes y notables del distrito de Alcalá-Chinchón y a cavilar en cómo atajar las preguntas impertinentes de los periodistas. Fácil: ni rozarse. Quedaban suspendidos ipso facto sus coloquios con la prensa, «el corro», una rutina instituida por Canalejas para dar el pienso diario a los plumíferos: «Para evitar en lo sucesivo cuestiones como la provocada el día anterior, [el presidente] no está dispuesto a contestar a pregunta alguna hecha públicamente. Si algún periodista tuviese algún asunto que aclarar, le recibirá y contestará muy gustoso; pero particularmente. En cuanto a la información, la facilitará en lo sucesivo en notas».

Todo sigue más o menos igual que en 1913: el mediúsculo Romanones comparece en el plasma para ahorrarse sofocos y los impares números romanitos purgan de indeseables el corro o contestan particularmente a Ferreras. Mientras, los gacetilleros que aceptan las chuches y las invitaciones al cortijo del mandamás del Congreso sin pensar que están envenenadas ponen el grito en el cielo por la repentina falta de deferencia con que se ven tratados.
 

Una isla de mierda en la isla de Manhattan





El 21 de marzo de 1947 la policía de Nueva York recibe una llamada que alertaba del insoportable hedor que salía del número 2078 de la Quinta Avenida. Aquella dirección correspondía a la residencia de los estrafalarios hermanos Collyer, Homer y Langley, bien conocidos por el vecindario, por la burocracia municipal y, en realidad, por toda la ciudad, puesto que la prensa llevaba desde 1938 prestando atención a los rumores y leyendas que circulaban sobre estos dos extravagantes misántropos y sobre los pleitos que mantuvieron con diversos acreedores. Era de sospechar que habían vuelto a hacer una de las suyas, así que el aviso telefónico no alarmó demasiado en la comisaría, que se limitó a enviar una patrulla. Iba a necesitar muchos refuerzos: los dos habitantes de la casa habían muerto aplastados por la basura que acumularon durante casi dos décadas. Eso es todo. Los hechos son así de escuetos: dos hombres que padecían un trastorno de acumulación compulsiva, algo muy parecido, si no lo era, al síndrome de Diógenes, fallecen aniquilados por su enfermedad. Pero el director del periódico, un calco de la Beatriz de Zenit, la última obra Els Joglars, grita fuera de sí: «¿Cómo que eso es todo? ¡Tenemos una historia formidable! ¡Una tragedia protagonizada por dos locos! ¡Y el escenario: la Quinta Avenida! Ya veo la portada: “Murieron como vivieron”. No, espera, mucho mejor: “Una isla de mierda en la isla de Manhattan”. ¡Maravilloso! ¡Ideal!». Al director no le bastan las capas sedimentadas de cachivaches e inmundicias que estrujaron dos cadáveres y se propone añadir una más, aunque sea al precio de perecer todos engullidos, como en la última escena del montaje de la compañía catalana, por una marea bolsas de basura fofas: «Ya estás levantando tu culo de la silla y me traes todos los detalles. Y fotos, quiero fotos del cubil de esos cerdos». Entiéndase bien, este es un diálogo ficticio, porque hoy no hace falta despegarse del ordenador para atender el encargo. Es facilísimo. Cualquier editor gráfico encuentra en un clic material de sobra. Por ejemplo, el Daily News ofrece una galería digital con imágenes rescatadas de su propio archivo del interior del browstone de los Collyer, encabezada por una invitación irresistible: «Take a look inside». Sí, seamos bien mandados y echemos un vistazo.


[El texto completo de «Una isla de mierda en la isla de Manhattan» ha sido publicado en el núm. 19 de Jot Down]