Espontáneos




Durante algunos meses de 1934, El Progreso de Lugo mantuvo una sección en la que publicaba los textos que remitían a la redacción del periódico colaboradores espontáneos. Aquellos que saltaban al albero de la plaza del periodismo lo hacían buscando una primera oportunidad, con el deseo de ver su nombre en el cartel del día y, sin duda, considerándose diestros en el manejo de la pluma. Empuñarla exigía cierto valor, porque los remitentes sabían que iban a someter su trabajo, sobre cuyo valor necesariamente debían de tener alguna fe, al juicio ajeno. El diario les había advertido que sólo publicaría aquellos textos que considerase aceptables; es más, amenazaba con ser implacable en sus dictámenes: “¡El honor de la publicidad o las tenebrosas profundidades del cesto de los papeles!”. Los escépticos sobre las severas intenciones críticas del periódico fueron prevenidos: “No se devuelven los originales rechazados. En el cesto de los papeles que tenemos en la redacción caben perfectamente todos”.

Nunca hubo tradición taurina en Lugo, ni falta que le hace a la ciudad, tampoco les era necesaria a aquellos espontáneos del periodismo para saber que su decisión requería tanto coraje como el que se precisa para coger los trastos de matar. No era únicamente que estuviese presente la posibilidad de la íntima herida en la vanidad que suponía el ver rechazado un trabajo, sino que, además, sus autores podían convertirse en objeto de público escarnio. El Progreso insertaba en sus páginas comentarios, tan breves como despiadados, sobre los artículos recibidos y no publicados. De muestra, sirvan estos botones:

“Somos unos admiradores fervientes de la aldea en verano, pero nuestro entusiasmo no llega a tanto, y, por consiguiente, su artículo se quedará sin veraneo. ¡Paciencia!”

“¿Quiere usted que lo publiquemos con faltas de ortografía y todo? Lo que se iban a reír sus amigos”.

“Dice usted en una carta: ‘Le ruego, señor director, publique en el diario de su digna dirección el presente cuento que yo he inventado como colaborador espontáneo’. Pues mire, amigo, el director desea preservar muchos años la digna dirección de EL PROGRESO. Si publicamos su cuento es muy posible que dejase de ser director”.

“Su ‘Sueño dorado’, ¡ay!, no es más que eso: un sueño. Y no sueñe usted con verlo publicado. Después de todo, la vida es sueño”.

“La hazaña de ese detective es digna de pasar a la historia. Mándelo usted a la sección ‘Gente menuda’, de ‘Blanco y Negro’. Allí quizá que se lo publiquen; si pone debajo, ‘niño de cinco años’”.

“Eso lo escribió Saturnino Calleja hace muchos años. ¡Los hay frescos!”.

“Usted oyó campanas y no sabe en dónde. Su trabajito, tan pulidito y tan relamidito, con recomendación y todo, ha salido sin novedad para ‘Cestona’”.

Estos eran los mensajes que el periódico dirigía a los colaboradores espontáneos, que eran identificados por sus iniciales, suficientes para la ignominia. No es difícil sospechar a aquellos espontáneos abochornados por la humillación, desertando de la tertulia del café durante semanas en la confianza de que la concurrencia terminase por olvidar.

La figura del espontáneo siempre despierta curiosidad, porque nunca se sabe si salta a la plaza movido por la inconsciencia del peligro o por el coraje del que conoce bien a lo que se enfrenta, para demostrar a los demás sus cualidades o para demostrárselas a sí mismo. Es fácil deducir que la espontánea que aquí escribe no se encara a ningún peligro –una vez ha dejado de ser una espontánea en los papeles periódicos y, sobre todo, extinta ya en la prensa gallega la costumbre de comentar sádicamente los originales recibidos y desechados. Como, en este caso, no existe la amenaza de los astados, tampoco desprecio ni ignorancia del peligro; como, además, tampoco se trata de la disyuntiva entre vocación y el tópico de “más cornás da el hambre”, supongo que sólo cabe decir que una mezcla de vanidad e inseguridad alimentará este sitio… con trabajitos puliditos y relamidos, por supuesto.

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