Cocinar

No empecé a cocinar hasta los 18 años. Entonces, lejos del amparo familiar, hice dos descubrimientos: que mi madre era una gran cocinera y que era posible aburrirse mortalmente comiendo si el recetario se reduce a dos o tres platos. Es decir, realmente descubrí –no lo sabía antes- que me gustaba comer y que lo había hecho hasta entonces magníficamente. Resultaba que no me quedaba más remedio que aprender a cocinar. La tarea se me antojaba imposible -lejos del magisterio materno que, demasiado tarde, me reprochaba no haber aprovechado- y hasta deprimente sin paliativos -porque sospechaba que, por muchos que fueran mis avances culinarios, jamás me acercaría a la excelencia de los guisos de mi madre. Pero había que intentarlo, siquiera fuese para no morir por avitaminosis. Gracias a la indeleble memoria de los sabores y olores que me habían nutrido y que intentaba reproducir y a las urgentes llamadas telefónicas a la mujer que intentaba desvelarme los secretos de su alquimia, comencé a cocinar. Sobre los primeros resultados sólo cabe decir que me permitieron no desfallecer por inanición. Con el tiempo, llegué a estar razonablemente satisfecha de algunos mis platos. Más tarde, incluso gané la seguridad suficiente para invitar a mis amigos a comer mis guisos y también para abrir algunos libros de recetas, como una exploradora que despliega un mapa en busca de nuevos destinos no imaginados.

Todavía hoy el de Simone Ortega, 1080 recetas de cocina, es mi preferido. Cumple la primera exigencia que hace al género Julian Barnes:

“Nunca compres un libro por sus ilustraciones –recomienda en El perfeccionista en la cocina a aquellos que deseen hacerse una biblioteca del tema y ahorrarse dinero. Nunca jamás señales una foto en un manual de cocina y digas: ‘Voy a hacer esto’. No puedes. Una vez conocí a un fotógrafo publicitario, especializado en comida y, créeme, el trabajo de posproducción que hace poco nos mostró a una Kate Winslet con cuerpo de sílfide no es nada comparado con lo que hacen con la presentación de un plato”.

En efecto, cualquier cocinero, por poco perfeccionista que sea y en legítima defensa de su frágil autoestima, debe evitar a toda costa esos libros con fotos. Quién no se ha sentido completamente frustrado y, lo que es peor, desalentado durante largo tiempo para probar la aventura de hacer un nuevo plato al comparar el decepcionante resultado que ha obtenido, después de seguir al pie de la letra una receta, con la fotografía que la acompaña. Mi edición de Alianza Editorial de Simone Ortega tiene el buen gusto de no incluir, ni siquiera en la portada, una de esas ilustraciones que siempre terminan por insultar al lector cocinero.

Por muy experimentado que sea un cocinero –y mucho más, cuando no lo es-, siempre afrontará una nueva receta lleno de incertidumbres. El mejor libro de cocina es aquel que despeja el mayor número de ellas. De nuevo, Julian Barnes:

“El perfeccionista aborda una nueva receta, por sencilla que sea, con inquietudes antiguas: las palabras destellan ante él como señales de ‘¡alto!’. ¿Esta receta está descrita de un modo tan impreciso porque hay un feliz margen –o, más bien, una libertad terrible- de interpretación, o porque el autor o la autora es incapaz de expresarse con mayor exactitud? Empieza con palabras simples: ¿cómo de grande es un ‘pedazo’, qué volumen tiene un ‘dedo’ o una ‘gota’, cuándo una ‘rociada’ se convierte en lluvia? ¿Es una ‘taza’ un término genérico rudimentario o una medida norteamericana concreta? ¿Por qué nos dice que añadamos un ‘vaso de vino’ lleno de algo, cuando hay vasos de vino de muchos tamaños? O […] ¿cómo se entiende esta instrucción de Richard Olney: ‘Añada tantas fresas como le quepan en las dos manos juntas’? ¡Vamos, anda! ¿Tendremos que escribir a los albaceas del difunto Olney para preguntarles cómo de grandes tenía las manos? ¿Y si la mermelada la hicieran niños o gigantes de circo?”.

A renglón seguido, Barnes pone otro ejemplo del desconcierto que suelen provocar los escritores de recetas a propósito de un asunto, para nada baladí, como es el tamaño de una cebolla. Para ellos sólo existen tres tipos: pequeñas, medianas y grandes. Hacen gala de una imprecisión desasosegante, de un total desprecio a la plural realidad que cabe en la cesta de la compra, en la que lo mismo puede entrar una cebolla del tamaño de una chalota como de una bola de petanca. Pues bien, nadie podrá hacer ese reproche a Simone Ortega. Ella recomendará utilizar para un sofrito una cebolla mediana y, entre paréntesis, indicará que pese unos 80 gramos aproximadamente. Nos dirá que la miga de pan que figura entre los ingredientes de un relleno para empanadillas ha de ser del grosor de un huevo. Y nunca jamás se atreverá a pedir que añadamos un chorro de aceite, sino que precisará de cuántas cucharadas soperas está hablando. Esto no significa que Simone Ortega sea una fundamentalista del sistema de pesos y medidas. Son reconfortantes los remedios que ofrece si, finalmente, una salsa queda demasiado espesa o, por el contrario, excesivamente clara.

Llegué a Simone Ortega antes del principado televisivo de Arguiñano y del reinado mundial de Ferrán Adriá. Por eso, no debo al primero el orgullo de la cocina casera, ni el segundo ha conseguido acomplejarme. Cada uno a lo suyo, que es lo que viene a decir Barnes:

“La relación ente cocina profesional y doméstica tiene similitudes con un encuentro sexual. Una de las partes suele ser más experimentada que la otra; y cada una de ellas debería tener el derecho de decir, en cualquier momento: ‘No, esto no lo hago’”.

Ese derecho a negarse a hacer algo se le reconoce a Ferrán Adriá –o a hacerlo desestructurándolo, como la surrealista receta de la tortilla de patatas que propone-, pero se le acostumbra a hurtar a quienes cocinan en su casa, que parece que deberían de sentirse inferiores. Pues no, ¡gloria a los habitan las cocinas domésticas y se declaran Bartlebys!

Las 1080 recetas de cocina no están en mi biblioteca, sino en mi cocina, honradas por manchas de grasa, salpicaduras de salsa de tomate y restos de harina. Acoge entre sus páginas, como una madre amorosa, recetas ajenas anotadas en trozos de papel o recortadas de aquí y de allá. Y, de la misma forma que el libro admite esta inmigración, las recetas de Simone Ortega han emigrado de mi cocina a las de algunos de mis invitados. Eso sí, lo hacen en forma de plagio, porque me arrogo –aquí lo confieso- el hallazgo culinario silenciando su procedencia.

Sólo un reparo cabe poner al libro de Simone Ortega: debería incluir, como desearía para cualquier recetario Julian Barnes, “además de tiempos de cocción y números de raciones, un índice de probabilidad de depresión; de uno a cinco nudos corredizos del verdugo”. Claro que no es una objeción seria, porque esa indicación de la dificultad de elaboración de un plato y la estimación de la consiguiente posibilidad de fracaso y de abatimiento no suelen figurar en otros libros que no sean esos que se titulan, sin empacho de los insultos dirigidos a sus lectores, Cocina fácil para novatos, torpes e imbéciles.

Simone Ortega ha muerto. Mucho de lo que sé de cocina se lo debo a ella. Todo lo demás, lo más importante y lo que ni el mejor libro de cocina puede nunca enseñar, a mi madre. A pesar de estos magisterios, porque la cocina no es una ciencia exacta, no he conseguido igualar las capacidades de mi madre y, aunque ya sin esperanzas de hacerlo algún día, continúo entre los fogones.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Continúa, continúa...

Anónimo dijo...

Cuoca: Quitaremos el ajo y el queso y mojaremos las palabras en salsa. Por mí, mezclamos los acentos con la fruta. Si no, le echamos bechamel, y ponemos punto y coma. Sólo un reparo: podrías haber puesto la foto de tu libro “honrado por manchas de grasa”. Desde aquí, una conquistada, culinaria y literariamente hablando, desde las primeras croquetas... y desde los primeros sustantivos. Ambas artes entran, al menos primero, por la vista.

Lieschen dijo...

Cuando los anónimos se identifiquen, podré cursar sendas invitaciones a cenar... Si no lo hacen, sabré que alientan a la cocinera porque están bien seguros de no tener que sufrir sus potajes.