En el Rastro

Encuentro en uno de los puestos del Rastro madrileño un par de libros que llaman mi atención. Me llevo los dos por el precio de uno. No porque conozca la mecánica del regateo, sino porque, a la hora en que los puestos comienzan a ser desmantelados, el encargado de esa tarea no quiere desaprovechar la oportunidad de soltar lastre. Se me alegró la cartera y se me entristeció, un poco, la mañana, al darme por pensar en el escaso valor que en este comercio sentimental que es el Rastro se le concede a los recuerdos de una vida contenidos en el libro regalado, por más que esa vida se califique de vulgar en el título.

El autor es Ricardo García López, un nombre que no fue el suyo más que en la partida de nacimiento. Fue Cao, como él mismo se bautizó cuando niño; Caíto de Jaén, reconversión del apelativo infantil que efectuó el joven cuando tuvo veleidades toreras, y K-Hito, tercera vuelta al nombre que así, ajaponesado, alcanzó notoriedad en la prensa de principios del siglo XX como caricaturista. Publicó en La Tribuna de Salvador Cánovas Cervantes –apodado El Nini, porque los maledicentes aseguraban que sus cualidades no lo emparentaban ni con Cánovas ni con Cervantes-, en El Imparcial, Nuevo Mundo, ABC, El Debate, Ya y en el diario gráfico Ahora, de Luis Montiel, quien le prestó apoyo financiero para la fundación de las revistas infantiles Macaco y Macaquete y también de Gutiérrez, “Semanario español de humorismo” que se editó entre 1927 y 1935, que llegó a tirar más de 20.000 ejemplares y donde trabajaron muchos de los que en la posguerra hicieron La Codorniz. Además, K-Hito, junto a Xaudaró y Antonio Got, montó Films SEDA, siglas de Sociedad Española de Dibujos Animados. La empresa llegó a producir un par cortometrajes en un modesto intento de emular a Walt Disney. Antes de esta aventura, de dibujar para tantas publicaciones y de frecuentar la Granja del Henar o el Lion d’Or, tuvo que conformarse con el café barato y sin gloria de los tupinambas. Dicho de otro modo, K-Hito fue de los que contó los días de incertidumbre antes de conseguir conquistar la Puerta del Sol:

“Por la estación del Mediodía vine yo a la conquista de Madrid con una corbata blanca, de dudosa albura a causa del viaje, un bául con cuadros y ropa y mis buenos treinta duros. Avancé calle de Atocha arriba en un coche de punto, sin encontrar resistencia, y ante una casa de huéspedes humilde y lóbrega de la calle de Mesonero Romanos se detuvo el jamelgo”.

Desde luego que hay fantasmas que se consideran invocados a la mínima y a éste le bastó el pretexto de lo que escribí el viernes por la tarde para aparecérseme el domingo por la mañana en el Rastro. Y aquí estoy, atendiéndolo, no vaya a sentirse desairado.

El libro de recuerdos que me traje es un poco como esos atadillos de cartas que venden en algunos puestos con la noticia de alguien, ya un fantasma, que, a falta de herederos que guarden su memoria y sus objetos, busca al menos un curioso que lo resucite un rato. No somos nosotros los que vamos al Rastro a encontrar, sino a ser encontrados; en el Rastro uno está a merced de los fantasmas.

La almoneda del Rastro ofrece, como un cachivache más, la imagen o el símbolo que es metáfora de lo que uno quiera, de una cosa o de la contraria. La que compré y anoto aquí está muy usada, tanto o más que los gastados objetos que se preguntan escépticos que quién los va a querer, pero a mí me gusta y finjo la novedad. ¡Qué le vamos a hacer si los periodistas somos unos acreditados chamarileros! Somos chamarileros sin la dignidad orgullosa del oficio cuando nos empeñamos en vender como mercancía nueva, sin estrenar, la que está bien sobada. La vanidad nos engaña, nos hace olvidar nuestra verdadera condición y también que el destino de los papeles en los que escribimos y hasta de nuestro nombre será el mismo que el de cualquier trasto que se malbarata o regala en el Rastro. Se equivocan quienes creen que los números atrasados de nuestro trabajo no se devalúan.

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