Necrológicas

Una de las “insondables perversidades” del periodismo, según denunció y reprobó Chesterton, es “el uso que éste hace de sus reservas biográficas; no piensa nunca en publicar la vida sino cuando publica la muerte”, de manera que “leemos que el almirante Bangs cayó muerto, y ésta es la primera indicación que nos llega sobre el hecho de que hubiese nacido”. En efecto, las secciones necrológicas suelen nutrirse de las semblanzas de ilustres almirantes, ilustres Premios Nobel, ilustres empresarios, ilustres músicos, ilustres abogados, todos ilustres o ilustrísimos, que tuvieron que aguardar a la hora de la muerte para merecer la atención de los esqueléticos párrafos de la esquela que redacta el periodismo. En su brevedad, pretenden condensar y fijar la relevancia de una vida que cuando era tal fue ignorada. De la mala conciencia que procura hacerse perdonar la culpa, aunque sea en el postrer momento, nació esa sección enlutada de los periódicos, tan dada a la prosa enfáticamente encomiástica y ceremoniosamente tópica.

El obituario tiene sus archisabidas reglas, que actúan como cómodos patrones para el corte y confección de la oración fúnebre. Ahora bien, no siempre el patrón se ajusta a la hechura de la vida que hay que glosar y entonces cunde la desorientación. Así sucede en el caso de las vidas que el periodismo considera anodinas, a las que no concede la categoría de ilustres o notables, en las que no distingue ninguna excepcionalidad y a las que, por tanto, jamás dedicaría una gacetilla necrológica a no ser que las circunstancias de su final sean realmente singulares. Entonces, el elogio fúnebre, que echa de menos el pivote de un episodio ejemplar en la biografía, se siente obligado a compensar la carencia y busca una nota de emoción en el adjetivo que no se termina de creer y que sólo funciona como recurso sensacionalista. Las semblanzas de las víctimas del reciente accidente de un avión de Spanair en Barajas explotaron los detalles de sus biografías no para celebrar sus vidas, reconocer su valor y llorar su fin, sino para satisfacer una morbosa pulsión necrófaga y para derrochar moralina en un banal sermón sobre la muerte. Aquellas necrológicas fueron el impúdico recordatorio de que la muerte es la gran especialidad del periodismo, su instinto.

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