Julio Camba no es Sergio Dalma

Había prometido, a mí misma y a quienes me sufren, desengancharme de Julio Camba. Lieschen puede ser una recalcitrante cafeinómana y periodicomaníaca, pero había decidido que ya era hora de abandonar la también vieja adicción a Camba y de poner punto final a la campaña de proselitismo en la que estaba absurdamente empeñada. Pero hay provocaciones que es imposible ignorar, como ésta que leo en una semblanza biográfica del periodista:

“Se Julio Camba se tivese dedicado á canción lixeira nos anos oitenta do século XX, podería ter empregado como nome artístico o de Sergio Dalma. O pontevedrés é o Sergio Dalma do xornalismo da primeira metade do século pasado. Unha aproximación á súa obra xornalística leva a esta precipitada conclusión. (…) Era un tipo de fácil consumo, con moito público, o mesmo que o referido cantante de Bailar pegados”.

Admitamos, reprimiendo el impulso de buscar más certeros calificativos, que las líneas antes citadas constituyen una “precipitada conclusión”. Pero lo que resulta absolutamente imposible es contener el alarido: ¡Julio Camba no es Sergio Dalma! La prosa de Camba no es melódica, romántica, ni está aquejada por una sentimentalidad blandengue. La aparente ligereza de los artículos de Julio Camba nada tiene que ver con la genuina banalidad de las canciones de Sergio Dalma.

La comparación no puede ser más desafortunada y, a buen seguro, resulta igual de agraviante para los incondicionales del periodista que para los del cantante. Pero quizás los primeros están más curtidos, dado el extenso repertorio de sandeces y desatinos que se han escrito sobre Julio Camba con absoluta impunidad. Él avisó claramente que sus artículos no debían tomarse “ni completamente en serio ni completamente en broma”. Y, sin embargo, unos leen con severidad puritana lo que no era más que un guiño, creyendo revestir así de mayor autoridad literaria su obra; mientras otros, sintiéndose legitimados por la falta de gravedad con la que Camba hablaba de su propio trabajo, ven sólo chanza incluso en las líneas más descarnadas y se permiten comparaciones y licencias que jamás se concederían con otros escritores de supuesto mayor relumbrón.

Dado que de símiles musicales se trataba, hubiese sido más sencillo citar al propio Camba, quien predicó con la palabra y con el ejemplo que el periodismo, esa literatura de café, debía ser como la música de café. Podrá objetarse que la comparación carece de eficacia explicativa, puesto que no sólo despareció en su día la ambientación musical de aquellos locales, sino también la misma institución del café. Entonces, con la seguridad de que Camba, que todo lo ha soportado, todavía puede resistir una nueva necedad, diría que Julio Camba es Henry Mancini. La obra de ambos está al servicio de dos géneros considerados menores: el artículo periodístico, poco más que un escalón que por sí mismo no basta para conducir a la gloria literaria; y la banda sonora de películas, esa música imprescindible a la que los espectadores pocas veces prestamos atención. La popularidad de los artículos de uno y de las melodías del otro debe mucho a su aparente sencillez y modestia, apenas un divertimento. Y, sin embargo, poseen la complejidad de las piezas perfectamente calculadas y acabadas. Por esa razón, los artículos de Julio Camba se sostienen fuera del papel del periódico en que vieron la luz, del mismo modo que lo hacen las melodías de Henry Mancini liberadas de las imágenes para las que fueron concebidas.

La foto

Confieso mi devoción por el periodismo que practica Enric González. Entre sus méritos –y no lo considero el menor- se encuentra el haber obrado el milagro de que yo, tan ajena e ignorante de todo lo relacionado con el fútbol, leyese con pasión de tifoso los comentarios sobre la liga italiana que durante varios años publicó en El País. Pero es que, en sus manos, el relato deportivo se convertía también en la crónica de la vida política, social y económica de Italia. Aquellos textos podrían haber aparecido perfectamente en las páginas de la sección de Internacional, si no fuese porque el periódico es una estructura rígida y esclerótica, a pesar de que aspire a retratar un mundo muelle, accidentado y en mudanza. Ahora, Enric González anda en las mismas y con el pretexto de comentar la programación televisiva habla de otros asuntos que le salen al paso. Los domingos, además, escribe unos artículos que, de hacer caso al epígrafe que los encabeza, “Un asunto marginal”, podrían pensarse pergeñados a propósito de cualquier anécdota irrelevante. A estas alturas, claro está, Enric González no se encuentra en condiciones de engañar a sus lectores.

Pues bien, hace algunas semanas, uno de los asuntos marginales que metió en su artículo fue el uso, que se ha hecho imprescindible en la prensa, de estampar la fotografía de los columnistas junto a sus columnas: “No logro entender qué interés puede tener alguien en conocer el aspecto de quien escribe, pero el fenómeno parece imparable. Poco a poco, los periódicos se han llenado de caritas, sonrientes, tímidas, espantadas”. Ahí estaba agazapado el reproche a unos lectores absurdamente cotillas, que pasan por ser algo así como espías sin misión que les sirva de coartada para sus ejercicios de metomentodo o voyeurs carentes de imaginación que necesitan de un fetiche para excitarse porque la prosa periodística no les basta. La reconvención es injusta, porque si hay un género que reclama toda la atención sobre su autor es el artículo. Lorenzo Gomis, zanjando elegantemente las quisquillosas y estériles disquisiciones profesorales sobre la cuestión, lo dijo así: “Una columna suele ser un recuadro con una firma al final”. En efecto, buscamos una columna y lo hacemos sin saber qué lleva dentro hoy, con la seguridad sonámbula de la página del diario donde nos aguarda y con la única certeza de que en ella está su autor. Es a él y su firma lo requerimos. Los lectores lo sabemos y también los articulistas, aunque no sean especialmente perspicaces y siquiera sea por instinto de mercader, porque lo que venden es su firma. Al fin y al cabo, la carrera del articulista no consiste en otra cosa que hacerse un nombre, una firma; y la medida del éxito la ofrece una ecuación en la que el cuerpo de la tipografía de la firma es directamente proporcional al jornal que cobra el firmante. Hubo un tiempo, anterior al de la inflación de caritas en la prensa, en que otro inequívoco indicio del triunfo de un periodista era el haber ganado el derecho a ver su foto junto a su texto.

En cierta ocasión, preguntado Umbral por si lo primero que leía en el periódico era su columna, dijo para quien quisiera entender: “No. Es lo primero que miro, para ver la foto”. No era una boutade, él se mostraba en la foto y en ella estaba el recordatorio de la única exigencia de la columna. Por otra parte, eso mismo, mirar la foto, es lo que hacían sus lectores antes de nada. Vale decir, querido Enric, que si hay voyeurs es, en este caso, porque hay exhibicionistas.

Los hay y los hubo, porque así lo exige el género. En 1911, Julio Camba se hace retratar para dar “cierta publicidad a mi fisonomía”. Tras abandonar la impostura del anarquismo y desertar de la bohemia madrileña, había dimitido del bigote y recortado las melenas para resultar más creíble como corresponsal en Londres. “Es cierto –escribe a su director- que la cara está un poco mal; pero la chaqueta, que es lo importante, ha salido muy bien. Esa chaqueta les demostrará a ustedes que, a pesar de mis protestas, yo soy ya un poco inglés. Cuando uno se pone una chaqueta semejante, es que ya se va adaptando uno a este ambiente”. Y el periódico publica aquellas fotografías y, por si sus lectores no se enteran, les advierte que el periodista viste “una chaqueta tan elegante como su propio estilo literario”. Camba está construyendo un estilo, un punto de vista desde el que escribir sus crónicas, la imagen que los lectores han de tener de él; y todo es uno y lo mismo. La operación se lleva a cabo en sus textos, donde se presenta como un hombre viajero y escéptico, y en los retratos que encarga de sí, donde se repite una media sonrisa y una mirada intencionada e irónica. Cuando en octubre de 1913 comienza a escribir en ABC, proclama desde el mismo título del texto inaugural: “Mi nombre es Camba”. Interpela directamente a sus lectores a los que solicita que “sepan mi nombre y que se familiaricen pronto conmigo”, que sean indulgentes con sus apasionamientos y se acostumbren a sus pequeñas paradojas.

Los periodistas más hábiles saben incluso sacar partido estilístico de aquellos rasgos de su fisonomía menos favorecedores. Wenceslao Fernández Flórez, por ejemplo, se hacía retratar y caricaturizar de perfil, precisamente la pose que hacía imposible disimular su aquilina nariz. Rafael Cansinos Assens lo vio claro: “¡Es mucha nariz esa nariz! Es la tragedia del humorista, que lucha con ella como con un biombo, interpuesto entre él y su interlocutor. (…) ¡Qué más humorismo que el que destila esa nariz semejante a un pez-espada que se interpone entre nosotros y el de esta singular conservación en que un humorista, con toda la seriedad del mundo, trata de convencerme de que lo es!”.

Hoy se ha democratizado la foto, antes privilegio reservado a los mejores, lo que provoca algunas confusiones o paradojas, como las de aquellas columnas sin personalidad, temperamento, ni carácter, cuya autoría es reclamada por una cara con la expresión de suficiencia, propia de quien se cree dueño de una fisonomía y un estilo original y que, en realidad, son de lo más vulgar. Del mismo modo, parece un contrasentido que quien es merecedor de la foto reniegue de ella. Enric González confesaba su intento de rebelarse contra la exigencia de la foto acompañando su artículo dominical: “Cuando se anunció que los artículos de este diario irían acompañados por una imagen del autor, rogué que me eximieran. Lo conseguí, creo, en el primero de esta errática serie marginal. Para el segundo echaron mano de una imagen disponible en Internet. No creo que el diseño de esta página haya ganado en estética. Tampoco es grave”. Lo que yo no creo es que la foto, en la que aparece con la cabeza ligeramente ladeada, media sonrisa y mirada burlona, sea el fruto azaroso de una búsqueda en google. El periodista ha estudiado cómo mirar a la cámara, ha posado con la misma pose que adopta en sus textos. Por eso soy una voyeur sin mala conciencia y todos los domingos me gusta mirar la foto antes de leer el artículo.

Espontáneos




Durante algunos meses de 1934, El Progreso de Lugo mantuvo una sección en la que publicaba los textos que remitían a la redacción del periódico colaboradores espontáneos. Aquellos que saltaban al albero de la plaza del periodismo lo hacían buscando una primera oportunidad, con el deseo de ver su nombre en el cartel del día y, sin duda, considerándose diestros en el manejo de la pluma. Empuñarla exigía cierto valor, porque los remitentes sabían que iban a someter su trabajo, sobre cuyo valor necesariamente debían de tener alguna fe, al juicio ajeno. El diario les había advertido que sólo publicaría aquellos textos que considerase aceptables; es más, amenazaba con ser implacable en sus dictámenes: “¡El honor de la publicidad o las tenebrosas profundidades del cesto de los papeles!”. Los escépticos sobre las severas intenciones críticas del periódico fueron prevenidos: “No se devuelven los originales rechazados. En el cesto de los papeles que tenemos en la redacción caben perfectamente todos”.

Nunca hubo tradición taurina en Lugo, ni falta que le hace a la ciudad, tampoco les era necesaria a aquellos espontáneos del periodismo para saber que su decisión requería tanto coraje como el que se precisa para coger los trastos de matar. No era únicamente que estuviese presente la posibilidad de la íntima herida en la vanidad que suponía el ver rechazado un trabajo, sino que, además, sus autores podían convertirse en objeto de público escarnio. El Progreso insertaba en sus páginas comentarios, tan breves como despiadados, sobre los artículos recibidos y no publicados. De muestra, sirvan estos botones:

“Somos unos admiradores fervientes de la aldea en verano, pero nuestro entusiasmo no llega a tanto, y, por consiguiente, su artículo se quedará sin veraneo. ¡Paciencia!”

“¿Quiere usted que lo publiquemos con faltas de ortografía y todo? Lo que se iban a reír sus amigos”.

“Dice usted en una carta: ‘Le ruego, señor director, publique en el diario de su digna dirección el presente cuento que yo he inventado como colaborador espontáneo’. Pues mire, amigo, el director desea preservar muchos años la digna dirección de EL PROGRESO. Si publicamos su cuento es muy posible que dejase de ser director”.

“Su ‘Sueño dorado’, ¡ay!, no es más que eso: un sueño. Y no sueñe usted con verlo publicado. Después de todo, la vida es sueño”.

“La hazaña de ese detective es digna de pasar a la historia. Mándelo usted a la sección ‘Gente menuda’, de ‘Blanco y Negro’. Allí quizá que se lo publiquen; si pone debajo, ‘niño de cinco años’”.

“Eso lo escribió Saturnino Calleja hace muchos años. ¡Los hay frescos!”.

“Usted oyó campanas y no sabe en dónde. Su trabajito, tan pulidito y tan relamidito, con recomendación y todo, ha salido sin novedad para ‘Cestona’”.

Estos eran los mensajes que el periódico dirigía a los colaboradores espontáneos, que eran identificados por sus iniciales, suficientes para la ignominia. No es difícil sospechar a aquellos espontáneos abochornados por la humillación, desertando de la tertulia del café durante semanas en la confianza de que la concurrencia terminase por olvidar.

La figura del espontáneo siempre despierta curiosidad, porque nunca se sabe si salta a la plaza movido por la inconsciencia del peligro o por el coraje del que conoce bien a lo que se enfrenta, para demostrar a los demás sus cualidades o para demostrárselas a sí mismo. Es fácil deducir que la espontánea que aquí escribe no se encara a ningún peligro –una vez ha dejado de ser una espontánea en los papeles periódicos y, sobre todo, extinta ya en la prensa gallega la costumbre de comentar sádicamente los originales recibidos y desechados. Como, en este caso, no existe la amenaza de los astados, tampoco desprecio ni ignorancia del peligro; como, además, tampoco se trata de la disyuntiva entre vocación y el tópico de “más cornás da el hambre”, supongo que sólo cabe decir que una mezcla de vanidad e inseguridad alimentará este sitio… con trabajitos puliditos y relamidos, por supuesto.