El mundo de ayer

La fotografía muestra a un envejecido, casi irreconocible, Santiago Casares Quiroga -el primero por la derecha- en París, en 1946. La enfermedad lo obligó a vivir su exilio en la capital francesa prácticamente enclaustrado, haciendo acopio de paciencia “para no estallar como un triquitraque en esta bendita casa que cada vez se me cae más encima”, con una acusada sensación de alejamiento del mundo, de vida detenida: “Aquí la vida sigue tan igual a sí misma como siempre; y no es de esperar que cambie”, le decía en una de las cartas a su hija María Casares que han sido recogidas por María Lopo en Cartas no exilio. Aún se podría añadir más, se le había impuesto la idea de que el mundo del que estaba apartado no le pertenecía, que el suyo, como expresó en más de una ocasión, era “otro mundo”, “el anterior”, “aquel en que se viajaba sin pasaporte, sin visados, ni restricciones monetarias, etc., etc., etc.”.

Podría parecer que Casares Quiroga cifraba la esencia del mundo del que procedía en una minucia, la de aquella libertad de movimientos que hacía innecesarios permisos, autorizaciones y un cúmulo infinito de trámites burocráticos para cruzar fronteras. Sin embargo, también otros radicaron ahí el esclarecedor síntoma de un mundo que había hecho crisis. En ese sentido, José Ortega y Gasset escribió en uno de los artículos publicados entre 1929 y 1930 que compusieron La rebelión de las masas:

“Mientras, hace treinta años, las fronteras eran para el viajero poco más que coluros imaginarios, todos hemos visto cómo se iban rápidamente endureciendo, convirtiéndose en materia córnea que anulaba la porosidad de las naciones y las hacía herméticas. La pura verdad es que desde hace años Europa se halla en estado de guerra, en un estado de guerra sustancialmente más radical que en todo su pasado”.

Por su parte, Stefan Zweig recordó, una vez se convirtió en “refugiado”, en uno de aquellos “hombres privados de derechos y sin patria”, los tiempos anteriores a la I Guerra Mundial, en los que las fronteras “no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich”. En sus memorias, significativamente tituladas El mundo de ayer, escribió:

“Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primero las del pulgar, luego las de todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda clase: de salud, de vacunación y buena conducta, cartas de recomendación, invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas, rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo de ese montón de papeles, uno estaba perdido”.

A renglón seguido, Zweig añade: “Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte que las mencione”. Por eso intenta explicarse, mostrar lo que aquellas aparentes minucias ocultaban:

“Constantemente se nos hacía notar que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia administrativa. Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados, fichados y marcados, yo todavía hoy –como hombre incorregible que soy, de una época más libre y ciudadano de una república mundial ideal– considero un estigma los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros. Son bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales”.

En las cartas que Casares Quiroga remitió a su hija se puede descubrir hasta qué punto le resultaba lacerante su condición de exiliado, de hombre sin patria y sin derechos, pendiente de la concesión de la gracia administrativa de los papeles que le permitiesen viajar o instalarse en un país. Esa conciencia la asumió María Victoria Casares Pérez que, tantas décadas después de haberse convertido en Maria Casarès, titula sus memorias con el nombre del documento expedido por la prefectura de policía que le había permitido vivir en Francia. Ver en estos pormenores únicamente un fastidioso engorro burocrático impide la justa comprensión del inherente problema de identidad que, en mayor o menor grado, tiene que afrontar cualquier exiliado; que, desde luego, constituye uno de los ejes del ejercicio memorialístico de María Casares en Residente privilegiada (Barcelona, Argos Vergara, 1981), y que, por otra parte, Stefan Zweig definió de un modo tan conciso como elocuente:

“Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaporte extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi “yo” original y auténtico quedó destruida para siempre. […] De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras”.

Los exiliados europeos de las primeras décadas del siglo XX fueron, quizás, los primeros en alcanzar la dolorosa comprensión de lo que significaba el advenimiento de un mundo dividido por fronteras blindadas, un mundo que todavía es el de hoy.

Fotografía: Casares Quiroga talking to Catalonian politicians. France, April 1946. Photographer: Ralph Morse. LIFE IMAGES.

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