Picouto tenía razón

La anécdota -cierta o no, poco importa para el caso- la contó Wenceslao Fernández Flórez en uno de sus artículos. Era Picouto el director de un diario coruñés que un día asistió a una escena de sádico ensañamiento con un gato: había sido “pescado” con el señuelo de un trozo de carne prendido de un anzuelo. La noticia que el periodista redactó sobre el suceso arrancaba diciendo: “Dos salvajes que se dedican a cazar gatos con anzuelo…”. La pareja que había protagonizado el suceso se presentó en la redacción del periódico con un reproche: “No se puede injuriar impunemente al Ejército español”. Y es que los dos jóvenes resultaron ser oficiales que se amparaban en su rango militar para exigir una rectificación a la que Picouto no accedió. Dada la insensibilidad manifestada por el periodista ante el primer argumento, recibió otros que pretendían ser más convincentes: los palos que le propinó un capitán de Infantería y las amenazas de ser llevado a los tribunales en virtud de la Ley de Jurisdicciones. El asunto se ponía feo.

“El infeliz –relató Fernández Flórez– fue a visitar a una autoridad para pedir amparo, y la autoridad le instruyó:
-Usted puede escribir, si quiere, veinte volúmenes contra la caza del gato con anzuelo; puede fundar otro periódico exclusivamente consagrado a defender los intereses de los gatos. Pero insultar al Ejército, no.
-Adjetivé a dos hombres crueles.
-Adjetivó a dos oficiales. Cacen gatos o funden asilos para gatos, son dos oficiales siempre.
Vencido, Picouto redactó otro suelto:
‘No eran dos salvajes, eran dos tenientes de Infantería los que hace una semana…’”.


Es conocida la querencia de Fernández Flórez por las parábolas. Ésta fue escrita en los primeros días de la II República, a modo de advertencia sobre su indisposición para seguir el ejemplo del claudicante Picouto:

“Los políticos están ahora tan terriblemente identificados con sus ideales, que muchas veces creen que el ideal es… ellos mismos […]. Si se opone un comentario hostil a sus procedimientos o a sus manifestaciones, extienden trágicamente un brazo para denuncia ante el país:
-¡He ahí un enemigo de la República!
Desde ahora aclaro que no veo en toda la extensión de la política española un solo hombre que pueda presumir de que en él está vinculado el nuevo régimen. El que cace gatos lo hará por su cuenta”.


En junio de 1932, Fernández Flórez sintió la necesidad de replicar a quienes, desatendiendo aquel aviso, encontraban en sus críticas a los hombres del nuevo régimen y a sus políticas el propósito de acabar con la República. Hacía un irónico propósito de enmienda:

"Para mí, desde hoy, el presidente del Consejo es la República; sus mejillas, las mejillas de la República; sus verruguitas, las verruguitas de la República. Cuando le vea merendar en el bufet del Congreso, diré: ‘La República se robustece’. Cuando le oiga calificar de idiotas, cursis, estúpidos, imbéciles, a los que dicen algo contrario a lo que él piensa, meditaré: ‘La República bien puede tener desplantes’. [...]
Únicamente existe un escollo. Si Azaña es la República, la República será, a su vez Azaña. Otra cosa no sería justa. Entonces, si el señor Azaña tiene algún día –lo que no deseamos– una colitis, ¿hemos de entender que le duele la barriga a la República?
Para la mejor comprensión de mis deberes de republicano ortodoxo, me conviene que se aclare este asunto”.

Así terminaba el artículo “La República, confundida con sus hombres”. Tiene su gracia el modo en que Wenceslao Fernández Flórez decía en sus Acotaciones de un oyente de 1931 y 1932 lo que Arcadi Espada, con gravedad circunspecta, denuncia hoy en Periodismo práctico: “Ante la impugnación de su trabajo, los políticos suelen responder que se trata de un argumento populista, fascistoide, violento. Su egocentrismo es tan chabacano que se confunden a sí mismos con la democracia y aun con la propia política. Es evidente que esa distinción debe hacerse. Y que su trabajo puede ser juzgado. Técnica, fría, objetivamente”. A veces lo técnico, frío y absolutamente objetivo está en el calor del adjetivo. Es evidente que el apocado Picouto tenía de su parte la razón de la objetividad periodística: aquellos dos eran unos salvajes.

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