Delirio alcohólico sobre Larra

Mariano de Cavia presumía de poder ver, desde su ventana, la casa de la calle de Santa Clara en la que vivió y murió Mariano José de Larra. Llegaban los amigos a visitarlo y, antes de que se diesen cuenta, su anfitrión ya los había echado al balcón para que certificaran la proximidad que le permitía llamar a Larra el “vecino de enfrente”. Yo no puedo decir, como Cavia, que la mesa en donde se trazan a vuelapluma las presentes líneas tenga frente por frente las habitaciones de Fígaro. Así que sálgome de casa con mi cara infantil –no tanto o nada– y bobalicona –tanto y más– a procurar una fugaz e inspiradora vecindad en las calles que pateó el periodista.

Pero el paseo en el que Larra –un flâneur antes de que el flâneur fuese inventado y llamado así– encontraba los temas para sus artículos, a mí me resulta de una esterilidad pasmosa, lo que ratifica clamorosamente que no sólo la cara es boba. Paseo y no se me ocurre nada. Sigo paseando y lo mismo: nada de nada. Se me encasquilla entonces, como pobrecita bobalicona que soy, el primer tópico que pillo al vuelo al doblar la tercera esquina de la caminata. El tópico reza que Larra ya lo dijo todo, antes y mejor que nadie. Y es cierto, Larra escribió para los papeles del día la crónica del día que continuamos leyendo al cabo de los días, pero no por interés arqueológico. Y es que no hemos salido a pasear por el Madrid de 1833, sino por el de hoy. Y hoy Fígaro sigue siendo Fígaro, el factótum de la ciudad, el rapabarbas que se conserva lúcido y penetrante y se ofrece como cicerone para enseñarnos a reparar en lo que está bien a la vista en nuestro callejeo y que, sin embargo, no sabemos ver por nosotros mismos.

Han tenido que pasar doscientos años para que alcancemos la que quizás sea la única certeza desconocida por Larra, una evidencia que para él sólo pudo ser intuición: la realidad es porfiada y se empecina en ser costumbrista. Porque la obstinada realidad se complace en su machacona condición, el costumbrismo del Duende satírico, aun sin otra pretensión que la de escribir sobre su tiempo y para su tiempo, también nos retrata a nosotros. Larra abrió el único camino que tiene el periodismo digno de tal nombre, el que pretende mostrar la realidad en su verdad desenmascarada y aspira a machacarla en el mortero de su crítica.

Pero Larra sigue manteniendo un monólogo desesperante y triste que nadie escucha y nadie comprende. No se enteran en la Universidad ni en la Academia, donde se teme llamar a las cosas por su nombre y se habla del “escritor” de “ensayos culturales”, cuando advierten que se les ha colado de matute en la historia de la literatura un periodista y sus artículos.

No se enteran quienes creen que todo lo que dejó fue el “Vuelva usted mañana”; sean disculpados, porque es lo único que han leído de él, no el artículo, su título.

No se entera el alcalde Gallardón, proclamando “El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval”. Sea también disculpado, porque entre las lecturas de las que presume no debe de contarse la crítica de Larra a la “Manía de citas y epígrafes”; absolución que agota el crédito de indulgencia que disfrutaba e impide perdonarle la ceguera de no advertir que Larra hablaba, entre otras caretas, de la que él mismo lleva puesta ahora y todo el año.

No se enteran los que después de decir que entienden las razones del 98 y las de Juan Goytisolo en 1960 para descubrir en Larra a un contemporáneo, se apresuran a agregar, muy satisfechos, que no hay motivo para seguir rogando a santa Rita, abogada de los imposibles, que, por fin, Dios nos ha asistido y que ya nos hemos desecho de aquellas pesadillas políticas provocadas por la cuasi libertad, que ahora la tenemos completa.

No se entera el chozno de Larra, autor del libro del bicentenario, que se presenta estos días investido por la autoridad del linaje y del estudio para concluir, haciendo malabares políticos y necrófilos, que hoy Larra no se suicidaría, tesis aplaudida por muchos, incluido el Borbón de visita en el Ateneo.

No se enteran los que ayer, en las páginas de El Mundo, se llamaban a sí mismos hijos de Larra, sin recato y sin darse cuenta de que las hechuras de su levita no se ajustan a sus carnes. Sólo pueden posar sujetando la prenda, a la que suma la pistola del suicidio aquel que se pretende hermano de Umbral e hijo pródigo de Larra. Un hijo que, por otra parte, ha resultado ser un parricida, porque utiliza el arma para descerrajarle un tiro a Larra, sin ocurrírsele ni por un momento atentar contra sí mismo disparando a la sien de su propia prosa. Él y el resto de la prole reescriben algunos de los artículos patriarcales y con la elección demuestran su fofa mansedumbre. Ninguno se atreve a utilizar la pluma para replicar al Andrés Borrego que les paga veinte mil reales al año, como hizo Fígaro en mayo de 1836. Ninguno está dispuesto a confesar que contempla el reflejo de su propia imagen en el espejo que sujeta Larra delante de sus caras en “El hombre pone y Dios dispone, o lo que ha de ser un periodista”. Todos ven a Diego Rabadán y a Carnerero escribiendo en otro periódico. Y todos se complacen en su cordura, que los mantiene bien lejos de la salvaje esquizofrenia de verse desdoblados en el criado que les canta la verdad de su impostura.

No se enteran los hijos postizos que le han salido a Larra, ni tampoco los que quisieran ser el mismísimo Larra redivivo, claro que sin la condena del pistoletazo suicida, que para eso han pasado por la cura de escepticismo de Camba, ¿verdad, Arcadi?

Y así estamos, dando todavía la razón a Larra, que bien puede seguir quejándose: “Mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír”. Vamos, que aquí no se entera ni dios. Yo, que tampoco, me matriculo como alumna del periodista Miquel dels Sants Oliver quien, en las páginas de La Vanguardia, en 1908, dejó una de las más sabias lecciones que han sido dictadas sobre Larra. El profesor termina la clase con la recomendación de ir a buscar la vibración de aquel talento en el único sitio donde se encuentra, en sus escritos. Así que pongo fin al paseo y, en el barrio en el que se avecindó el periodista incomprendido, me meto en un local llamado 1917, donde me hago servir unos blinis y vodka para emprender la revolución incruenta de leer a Larra. En éstas estoy cuando levanto la cabeza y, a través de la ventana, veo pasar a un grupo de chicos que vienen discutiendo alegres y alborotadores. Yo diría que han pedido permiso a Cernuda para, en vez de llevar violetas a una tumba de la Sacramental de San Justo, ir a la calle de Santa Clara a buscar al joven de 28 años que viste una levita de paño azul y solapas de terciopelo negro y que ahora los acompaña. Parece que se lo llevan de farra, a tomar unas cañas y a hacerle algunas preguntas. A ese parnasillo me apuntaba yo, por ver al de la levita en el brete de responder y por ver si me entero de una vez o ni por esas. Pero, al levantarme, descubro que el vodka, además de muy poco castizo, no es agua. Me vuelvo a sentar para dominar el mareo y, ya de perdidos, decido ahogar el delirio bobalicón y alcohólico de estas líneas en otro vodka.

A los chicos del 33.

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