El lector común

Lumen acaba de publicar una hermosa edición de El lector común (The Common Reader). En el ensayo que da título al libro, Virginia Woolf recuperó esta cita de Samuel Johnson: “…me regocijo de coincidir con el lector común; pues el sentido común de los lectores, incorrupto por prejuicios literarios, después de todos los refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre toda pretensión a los honores poéticos”. Estando muy lejos de ser una lectora común, Virginia Woolf se sentía, no obstante, más cerca del espíritu libre y desprejuiciado del lector común ideal que del fundamentalismo obcecado de tantos críticos y académicos. Así lo demuestra la colección de ensayos reunidos en este libro en los que la entusiasta lectora Virginia Woolf comparte sus lecturas y explica con luminosa claridad lo que en ellas encontró. Sus textos no son sólo la expresión del juicio que le merecían ciertas obras; de alguna manera, constituyen también una enseñanza sobre cómo leer, por más que ésa fuese una lección que ella no tenía la más mínima pretensión de dictar. Ninguna reflexión sobre el modo de leer puede ser aseverativa y si lo fuese, su autor ha de admitir que sólo es válida como explicación de su propia dedicación lectora. Así lo explica la propia Virginia Woolf en uno de los ensayos recogidos en El lector común, el titulado “¿Cómo debería leerse un libro?”:

“En primer lugar, quiero enfatizar los signos de interrogación de mi título. Aunque pudiera contestar a esa pregunta por mi cuenta, la respuesta se aplicaría solo a mí y no a usted. El único consejo, en verdad, que una persona puede dar a otra acerca de la lectura es que no se deje aconsejar, que siga su propio instinto, que utilice su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones. Si estamos de acuerdo en esto, entonces me siento con autoridad para proponer algunas ideas y sugerencias, porque usted no dejará que coarte esa independencia que es la cualidad más importante que puede tener un lector. […] Permitir que unas autoridades, por muy cubiertas de pieles sedosas y muy togadas que estén, entren en nuestras bibliotecas y dejar que nos digan cómo leer, qué leer, qué valor dar a lo que leemos es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios. En cualquier otra parte nos pueden atar leyes y convenciones; ahí no tenemos ninguna”.

Los lectores comunes no deberíamos escuchar otra voz, por muy legitimada que se presente para dictarnos qué leer y de qué modo, que la propia. Es lo que nos dice Virginia Woolf. Los lectores comunes no deberíamos olvidar que no necesitamos muletas, como tantas veces nos quieren hacer creer, es más, que no teniendo ninguna tara que nos impida caminar, las muletas sólo pueden entorpecer nuestra marcha. Leer es un ejercicio de irrenunciable libertad, uno de los pocos que nos quedan. Así lo entendió Gustaw Herling, prisionero durante dos años en el Gulag. Entre los recuerdos de aquella experiencia que rescató en Un mundo aparte (Turpial y Amaranto, 2000), se encuentra uno relacionado con la biblioteca existente en el campo de prisioneros:

“Lo que se llamaba biblioteca sólo contenía un montón de ejemplares de Los fundamentos del leninismo, de Stalin, varias obras de propaganda comunista en idiomas extranjeros publicadas por la Imprenta del Estado, alguna colección de clásicos rusos, y varios centenares de folletos con los textos de discursos y deliberaciones de las sesiones del Soviet Supremo”.

Es decir, en lo que las autoridades llamaban biblioteca sólo se encontraban aquellos textos que la ortodoxia –carcelaria, como todas las ortodoxias- consideraba útil para la “reeducación” de sus presos. Herling desafió a sus guardianes y ejerció su libertad como lector en los pequeños resquicios por los que circulaba literatura clandestina. Así, en el relato que Dostoievski hizo en La casa de los muertos sobre sus años de reclusión en una prisión siberiana en la época de los zares, Herling encontró una descripción de su propia experiencia, una denuncia de sus mismos padecimientos, un grito de protesta contra aquellos que lo mantenían a él amordazado.

Tanto o más que con su lectura clandestina de Dostoievski, Herling desafió y burló el dogma del Gulag cuando tomó, de entre las lecturas allí permitidas, un libro de discursos de Dolores Ibárruri. En principio, fue sólo para justificar ante sus guardianes los ratos dedicados a lecturas prohibidas, hasta que encontró un mensaje de la Pasionaria que sintió destinado a él:

“Recuerdo que en el libro de esta última [Dolores Ibárruri] encontré y subrayé con lápiz una frase de los tiempos de la defensa de Madrid: ‘Es mejor morir de pie que vivir de rodillas’. Desde ese momento el libro se volvió muy popular en el campo, hasta que una comisión de inspección de la Nvkd de Vologda lo retiró de la circulación. Evidentemente, esas valientes palabras, que yo había escuchado por primera vez en una reunión del grupo comunista al que pertenecía cuando era estudiante en Polonia, tenían un sonido diferente en prisión y había que prohibirlas”.

¡Dolores Ibárruri, en el Index de libros prohibidos del Gulag! Sí, por obra de un heterodoxo que se atrevió a subvertir la lectura que le era dictada e impuesta. El ejemplo de Gustaw Herling nos recuerda a los lectores comunes que el único mandamiento sobre el correcto y debido modo de leer que es dado hacer y el único que debemos atender es el que proclama nuestra absoluta libertad. Leer es un ejercicio de libertad. La lectura, como la libertad, es el medio y el fin.

“[…] ¿quién lee –se preguntó Virginia Woolf- para conseguir un fin, por más deseable que sea? ¿No hay algunas actividades que practicamos porque son buenas en sí mismas, y algunos placeres que son inapelables? Algunas veces he soñado, al menos, que cuando llegue el día del Juicio Final y los grandes conquistadores y juristas y hombres de Estado vayan a recibir su recompensa –sus coronas, sus laureles, sus nombres esculpidos indeleblemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: ‘Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura’”.

Entre los que no precisarán recompensa se encontrará, sin lugar a dudas, Anne Fadiman, autora de Ex Libris. Confesiones de una lectora (Alba Editorial, 2000), una hermosísima declaración de amor a los libros en forma de varios ensayos llenos de un delicioso y chispeante sentido del humor que fueron publicados originariamente en la revista Civilization, por cierto, bajo el título genérico de The Common Reader. A mí no me parece que Anne Fadiman sea una lectora común. Ni ella, ni nadie que lea con absoluta y soberana libertad, por su cuenta y riesgo. Y los riesgos son patentes, como descubrió la reina Isabel II de Inglaterra que el acendrado sentido del humor británico de Alan Bennet inventó en la nouvelle titulada, por cierto, The Uncommon Reader (Una lectora nada común, Anagrama, 2008).

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