Leer de memoria

En la segunda mitad del siglo XIX, los cigarreros cubanos de la fábrica El Fígaro instituyeron la figura del lector. Distraían parte de su salario para pagar a quien encomendaron la misión de leer en voz alta durante la jornada laboral. Mientras sus manos liaban las hojas de tabaco, las del lector pasaban las hojas de los periódicos, opúsculos políticos, novelas y libros de poesía o historia que su auditorio había elegido por consenso. El ejemplo pronto fue imitado en otras fábricas y, con idéntica celeridad, las autoridades se aprestaron a prohibir aquellas lecturas con el argumento de que ellas y las discusiones que suscitaban distraían a los obreros de sus obligaciones y quehaceres. En realidad, querían alejar de los talleres la letra impresa que, según entendían, plantaba la semilla de la subversión. De este modo, las lecturas públicas fueron condenadas a la clandestinidad y, poco a poco, abandonadas, pero no olvidadas. Es seguro que su recuerdo estaba muy presente en la decisión de muchos de aquellos cigarreros, exiliados en Key West a raíz de la primera Guerra de Independencia en 1868, de recuperar las lecturas que les habían sido censuradas. Y debieron hacerlo con la desbordada pasión bibliófila de quien sueña con los sueños de los libros y los incorpora a la vigilia de su vida. Sólo de una pasión semejante pudo nacer la iniciativa de escribir al autor de uno de sus libros predilectos solicitándole permiso para dar el nombre de uno de sus personajes a uno de los cigarros que ellos elaboraban. El novelista era Alejandro Dumas y en 1870 consintió, seguramente en una de las últimas grandes satisfacciones de su vida, que un puro fuese bautizado Montecristo, en recuerdo de Edmundo Dantés.

Todavía bien entrado el siglo XX, los cigarreros de Key West mantenían la costumbre de hacer que les leyesen mientras trabajaban. Todo esto lo cuenta Alberto Manguel en Una historia de la lectura, donde recoge el testimonio del hijo de uno de aquellos lectores y su recuerdo de algunos de aquellos oyentes que, a lo largo de los años, terminaron por memorizar largos pasajes de las obras que les habían sido leídas. Al parecer, uno de ellos era capaz de citar íntegras las Meditaciones de Marco Aurelio.

¿Quién sería aquel cigarrero? ¿A quiénes y en qué ocasiones leería de memoria las Meditaciones? ¿Cuáles eran los pasajes que prefería? ¿Era un ferviente discípulo del estoicismo que predicaba Marco Aurelio? ¿Encontraba en su filosofía una suerte de consuelo para la vida? Como las preguntas no tienen respuesta conocida, yo prefiero fantasear con la idea de que, en realidad, aquel cigarrero era un epicúreo que memorizó las Meditaciones de tanto discutir con su autor durante las horas de trabajo; prefiero imaginarlo más osado todavía, desafiando conscientemente una de las máximas del emperador filósofo: “Todo es efímero, lo que recuerda y lo recordado”. Si fuese así, le envidiaría mucho más que su prodigiosa memoria.


[La primera ilustración, publicada originariamente en The Practical Magazine en 1873, aparece reproducida en el libro de Alberto Manguel Una historia de la lectura (Alianza Editorial)]

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