Cartafolio veneciano (XVIII)


Sabía ya de antemano que el cuadro de Alessandro Milesi Al caffè, también conocido como Notissie Nove o La lectura del giornale no se encuentra en Venecia. No obstante y por razones obvias, el retrato de esa mujer que sujeta con una mano una taza de café y que tiene en su regazo un ejemplar del Gazzettino di Venezia y, a su espalda, una veduta de la ciudad estuvo muy presente en mi memoria. Rindiéndome al impulso carnavalesco del seudónimo y componiendo mi disfraz con un expresso y un Gazzettino, me hice fotografiar en los cafés venecianos.

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Como Josep Pla, “ir paseando por Venecia, con el sabor del café que habéis tomado en el paladar y la memoria llena del sueño presente”. De todos los cafés, el caffè alla veneziana que me sirvieron en una terraza de Campo Santo Stefano fue el que se conservó durante más tiempo vivo en el paladar. Y entre todos los paseos, el que di con ese gusto resonando en la boca es el sueño pretérito que mejor perdura en mi memoria.

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Incluso a los venecianos les pareció desmesurado el nombre de Alla Venezia Trionfante para un café, así que lo rebautizaron Florian, apócope del nombre de su propietario, Floreano Francesconi. El orgullo inflado por los triunfos de la República no les nublaba la razón hasta el extremo de no advertir que aquella pompa y grandilocuencia atentaba contra el espíritu espontáneo y democrático de la institución del café. Lo tenían claro: primero cafeinómanos, después venecianos.

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Cada una de las salas del Florian es una cajita. Su interior ha sido forrado con papeles primorosos y guarda mesas liliputienses. Tomar allí un café es como hacerlo en una de las habitaciones de una casa de muñecas.

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No es el café (más el suplemento correspondiente por la música de la orquesta) lo que pagan los clientes del Florian, sino la entrada a un museo que da derecho a sentarse a una de sus mesas en compañía de Goethe, Byron, Henry James y el tutti quisqui del otro Libro de Oro de la Serenísima República, en el que están inscritos los nombres de la nobleza literaria de los últimos siglos. Me preguntan por el precio del café en el Florian. A nadie se le ocurre interesarse por el de la entrada en las Gallerie dell’Accademia.

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Uno no va al Florian a tomar café, sino a encontrarse con los fantasmas de los escritores que lo frecuentaron. Como resultó que los fantasmas habían tenido la descortesía de largarse de vacaciones, me entretuve imaginando desencuentros venecianos, un poco a la manera de aquel entre Kafka y Proust, oficiado por el camarero de un café, que inventó Nuria Amat en Viajar es muy difícil.

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Empieza a llover en la Piazza y la orquesta del Florian interrumpe abruptamente la pieza que estaba tocando para interpretar ‘O sole mio. Es probable que la fórmula haya demostrado su efectividad en otras situaciones de emergencia. Pero lo que es hoy la música no consigue conjurar el diluvio universal.

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Miguelanxo Prado incluyó en Papeles dispersos un retrato que le hizo al violinista del Florian mientras continuaba tocando en la terraza que la lluvia reciente había dejado desierta. Yo creo que se ha puesto a diluviar simplemente para que compruebe que es cierta la absoluta imperturbabilidad de los músicos del café, dibujada por Prado, ante las circunstancias más adversas.

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La lluvia cae con tal intensidad que forma una espesa cortina blanca que hace imposible distinguir, desde el interior del café, las Procuratie Vecchie. El diluvio ha convertido el Florian en un submarino y por la escotilla se ven peces surrealistas que huyen del agua.

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Cinco minutos más de tormenta era todo lo que necesitaba la Piazza para convertirse en una piscina y Byron para animarse a salir del Florian nadando.

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En el submarino del Florian viajé a las profundidades abismáticas del subconsciente de Venecia.

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El submarino del Florian es, sin lugar a dudas, incomparablemente más fantástico que aquel que colocó un artista de la Bienale en el Gran Canal, frente al Palazzo Grassi, quizás admirado por su osada genialidad y sin advertir que, además de osadía, hace falta un talento descomunal para competir con la genialidad de Venecia.

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Desde lo alto del Campanile de San Marcos se corrobora la impresión sobre la que quizás cabía alguna duda a ras de suelo: la alineación matemática y perfecta con la que están dispuestas las mesas y las sillas de las terrazas de los cafés Florian, Quadri y Lavena. Ni por un milímetro, fuera de su sitio. Como si las hubiera colocado el mismísimo Palladio.

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En la Piazza de San Marco se libra a diario una guerra. Es la que enfrenta, de una parte, a la orquesta del Florian, y de otra, a las del Quadri y el Lavena. Estos dos últimos cafés, por estar tan próximos, se han visto obligados a llegar a una entente cordiale. Así, cuando una orquesta ameniza a sus clientes, la otra descansa. Respetan escrupulosamente este turno pacífico, del que han excluido o se ha excluido el Florian. De manera que mientras el Quadri se lanza al ataque con My way, el Florian se defiende con If I were a rich man; cuando el Florian reanuda las hostilidades con un tango, el Lavena ya ha afilado sus violines y envía un vals a la contraofensiva. En el medio de la Piazza, el fragor de la batalla es una sinfonía dodecafónica con lejanas reminiscencias de Henry Manzini, Carlos Gardel, Richard Strauss, Frank Sinatra, Lucho Gatica, Barbara Streisand y Tchaikovsky.

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Durante la ocupación austriaca, las bandas militares ofrecían con frecuencia conciertos en la Piazza de San Marco. Sus interpretaciones eran, al parecer, magníficas. Además, en un gesto que pretendía ganarse la simpatía de los venecianos, acostumbraban a elegir temas pertenecientes a óperas italianas. Era en vano, porque en cuanto la música comenzaba a sonar los italianissimi se exiliaban en los soportales de las Procuratie. Sólo retomaban el paseo por la Piazza cuando el concierto había concluido y quedaba despejado el peligro de ser tomados por colaboracionistas musicales o, lo que venía a ser lo mismo, detestados austricanti. Las fronteras territoriales que traza el sentimiento patriótico siempre son así: curiosas y arbitrarias, por no decir ridículas.

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Será por hacer honor a la sobada comparación de la Piazza con un fastuoso salón de baile que las orquestas de los cafés no descansan nunca. Y es por cooperar al acabado perfecto de la metáfora que me pongo a bailar. Mientras giro y giro y giro al compás de un vals vienés, me pregunto si todos, los músicos, el público y los bailarines, advertimos que nos hemos convertido en aplaudidos austriacanti.

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El Caffè al Ponte del Lovo fue el café de Carlo Goldoni, el que citó en Le Massere y el que seguramente inspiró otra de sus obras, La bottega del caffè. Hoy sólo parece un acogedor espacio doméstico y así debió de serlo siempre. Pero, además, el local fue el privilegiado patio de butacas desde el que Goldoni asistió a las representaciones de la sociedad de su época. Allí pudo contemplar y estudiar los tipos, diálogos y escenas de la vida cotidiana que luego trasladó a los textos con los que lideró su rebelión contra la commedia dell’arte. Cafés como éste siempre parecen preguntarse, con nostalgia de su pasado glorioso, en qué momento y por qué motivos dejaron de ser una reproducción a escala de la vida de su tiempo y, por lo tanto, talleres de escritura.

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El Harry’s Bar está perfectamente sellado al exterior y hasta enrejado. No sé si en Venecia a alguien le apetece enclaustrarse, aunque sea en compañía de Ernest Hemingway, Orson Welles y Truman Capote.

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