Cartafolio veneciano (XLI)


La Basílica de San Marcos, en particular, y Venecia, en general, pueden ser contempladas, tal y como hizo Mary McCarthy, como la cueva de Alí Baba que guarda el oro, la plata y los tesoros expoliados por la Serenísima República a lo largo de su historia. Esa visión es perfectamente compatible con la de Venecia como un inmenso collage. Así invita a hacerlo, ofreciéndose como metáfora, la Pala d’Oro de la Basílica, compuesta por sucesivas incrustaciones de piedras preciosas y esmaltes; y también el hermosísimo mosaico véneto-bizantino de los siglos XII y XIII, de la Catedral de Torcello, que representa el juicio universal y en el aparece integrado un fragmento de un mosaico pagano de época romana. También un collage resulta el cocodrilo –o dragón o lo que quiera que sea ese ejemplar único del bestiario veneciano– que acompaña a San Teodoro en una de las columnas monolíticas de la Piazzetta de San Marco. No es posible encaramarse a esa prodigiosa altura para ver el fantástico animal, ni tampoco hace falta, porque el original se conserva en el interior del Palacio Ducal, donde se aprecia cómoda y perfectamente que es el resultado de ensamblar fragmentos de distintas e ignoradas procedencias. Venecia es el collage que habría diseñado Alí Baba si, además de ladrón, fuese un artista.

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Alguien que disfruta provocándome, jugando a ejercer de desacreditador de Venecia, lee lo que acabo de escribir y se permite corregirme y decir que el cocodrilo de San Teodoro parece, más bien, el animal resultante del trabajo de corte y confección de un poco diestro doctor Frankenstein. No le hago ningún caso, porque sé que su escepticismo veneciano es una impostura, una máscara idéntica a la de tantos otros que, para no pasar por sentimentaloides, se esfuerzan en destapar los supuestos fraudes y falsificaciones de la ciudad. No merece la pena discutir con esos esnobs incapaces de rendirse sin condiciones a Venecia, porque, aunque no lo quieran admitir abiertamente, aman a Venecia tanto o más que nosotros.

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