Cartafolio veneciano (XXVII)


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Pasa una góndola solitaria o ninguna o, de repente, tantas que se forma un atasco sin cláxones y sin impaciencia. Desde el observatorio que elegí para contemplar este tráfico, me pareció advertir que la cadencia con la que llegaban las góndolas no era caprichosa. Pero tampoco fui capaz de desentrañar la ley que gobernaba sus mareas, aunque, tal vez, podría ser la misma que trae siete olas a la playa entre dos largos momentos de remanso.

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La elegancia suprema es el modo en que los gondoleros apoyan el pie en las paredes para tomar el impulso exacto que permite doblar la esquina que dibujan dos estrechos canales y hacer un giro o un quiebro con el que esquivar un obstáculo encontrado en su trayecto. El gesto tiene la suave, leve y natural precisión de un paso de baile que al espectador le parece fruto de una improvisación espontánea, aunque en realidad haya sido ensayado un millón de veces. La elegancia es este ballet veneciano.

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El silencio es el paso de una góndola. No agita las aguas, ni el aire; no crea el más mínimo rumor. Nada la ha anunciado, a no ser el ferro de su proa asomando tras una esquina o apuntando bajo un puente. En Venecia, el silencio no es estático.

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Qué bien estar aquí sentada viendo pasar las góndolas, sin otra ocupación que marear la ocurrencia esa del silencio que se mueve. Hasta que comienzan los ensayos de un grupo de rock en la planta baja de la casa de al lado. Escándalo de guitarras eléctricas y una batería. ¡¡Dubi dubaaa!! ¡¡¡Dubi dubaaaaa!!! Para que luego digan que Venecia es una ciudad romántica. Lo que hace Venecia es carcajearse con ganas de los románticos.


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No tengo ni idea de si aquel pasajero de una góndola me creyó, sentada allí, bajo el arco que da al canal y sola, una típica estampa veneciana o una rareza de la ciudad. El caso es que me tomó varias fotografías. A saber por qué lugar del mundo andan esas postales del viaje de alguien en las que aparezco retratada. Me da un ataque de risa cada vez que me acuerdo.

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La pareja que se regala un paseo en góndola se rinde a un simulacro romántico que tiene poco que ver con el amor.

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A cierta hora, el gondolero desviste el uniforme y recoge a su chica para llevarla a casa. Ella no da la espalda a su gondolero, sino a Venecia. Él se olvida del discurso que, entre la historia y la anécdota, seguramente ha repetido en varias ocasiones a lo largo del día sobre la independencia republicana que la Serenísima supo conservar durante más de mil años, sobre la casa natal de Marco Polo y sobre la capacidad de La Fenice para, haciendo honor a su nombre, resucitar en varias ocasiones de sus cenizas. No invento nada; yo escuché a la pareja hablar de sus cosas. El amor viaja en góndola cuando el gondolero ha concluido su jornada de trabajo.

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El viajero llega a Venecia pensando en el momento en que asistirá al paso de una góndola en la que viaja un acordeón haciendo sonar La biondina in gondoletta. Pero hay excesos rococós que Venecia no se permite. Y hace bien.

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