Cartafolio veneciano (XXXV)

Jean-Paul Sartre creyó descubrir en Venecia el capricho constante de la huida: “La verdadera Venecia, dondequiera que vayamos, la encontramos siempre en otro sitio. Para mí al menos, es así. Por general, me contento más bien con lo que tengo, pero en Venecia soy presa como de una locura envidiosa; si no me contuviera, estaría todo el tiempo en los puentes o en las góndolas buscando frenéticamente la Venecia secreta de la otra orilla”. Ningún reproche más injustificado se puede hacer a Venecia que ese de que la ciudad huye, se escapa o se esconde. No es cierta la inconstancia de Venecia, que se entrega -toda ella- en cualquiera de sus momentos y en cualquiera de sus rincones. La impaciencia ansiosa de Sartre no le concedía tiempo a Venecia para cruzar de orilla y llegar a él.

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No puedo estar más de acuerdo con José Ángel Valente, ni decirlo mejor que él:

“Para visitar una ciudad es necesario salir a su encuentro, buscarla, caminarla para ver esto o aquello; pero es más importante sentarse en algún lugar a propósito a esperarla, como se puede esperar a una muchacha. Esperarla tranquilamente, sin hacer nada, escuchando o mirando; al cabo, vendrá. Entonces es cuando uno empieza a sentirse bien, es decir, a sentirse un poco parte de ella, a conocerla. No hay cosa más estéril que el turismo exhaustivo, en pantalón corto y a grandes jornadas. Jamás se perderá así el sentido de la provisionalidad, de la ojeada transitoria, urgida siempre por lo que aún tiene que ver. El turista perfecto es el que ha olvidado los límites de su economía, por débil que sea, y de su tiempo. Sobre todo de su tiempo. El que no sea capaz de perder dos o tres horas diarias en nada, en tomarse un café o en sentarse en una esquina, volverá con las manos vacías”.

Así que pateé Venecia, gastando en San Marco, San Polo, Santa Croce, Dorsoduro, Cannaregio y Castello el esparto de mis alpargatas, hasta dejarlas completamente destrozadas, inservibles para dar un paso más. Porque, además, sentí la avaricia suprema del secreto de la ciudad y de las únicas fotos que no se borrarán de la memoria me senté en muchas ocasiones a esperar a Venecia. Ella vino a mí mientras admiraba el Gran Canal y el puente de Rialto desde la Riva del Vin, allí donde tienen un embarcadero las góndolas; una noche mientras tomaba un helado a los pies de la fachada de la Scuola Grande di San Rocco y en las escaleras de la iglesia de Santa Maria della Salute, justo cuando me incorporé después de haber tumbado todo el cuerpo en el mármol frío. Ahora bien, para esperar a Venecia, nada hay más a propósito que sus campi, por ejemplo, Campo Santa Margherita, alborotado por una festa di laurea, o Campo San Luca, donde el bar Torino ofrece la oportunidad de tomar un spritz al aperol mientras se espía el trajín del exterior. También atendí aquel mandamiento de perder el tiempo para ganar la ciudad a los pies del brocal del pozo que hay en el Campo dei Mori, en un rincón del Campo Ghetto Nuovo y en una terraza de Campo Santo Stefano. En todos esos lugares pude sentir que estaba en Venecia y no de paso por Venecia, creer la mentira de que yo formaba parte de la ciudad.


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Creí reconocer en la terraza del Rosa Salva, en Campo Santi Giovanni e Paolo, a José Luis Guerín. No podría asegurar si en verdad era él o tan sólo una ilusión creada por la curiosidad repentina de saber cómo sería su película sobre Venecia.

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