Cartafolio veneciano (XXXVI)


A principios del siglo XVI, la comunidad judía fue segregada en un islote de Cannaregio. El lugar elegido fue aquel donde había tenido establecimiento una fundición, es decir, un ghetto, palabra veneciana que iba a ser adoptada por otros idiomas como también lo sería la política a la que aludía. Al caer la noche, los accesos a la isla eran cerrados y guardias cristianos vigilaban que la población no violase el confinamiento. Sólo al amanecer, al toque de la Marangona, las puertas se reabrían. Para hacer más claustrofóbica aquella reclusión, se decidió que las ventanas de los edificios que miraban al exterior del gueto fuesen cegadas. Era, sin duda, un añadido cruel a la política represiva, pero absolutamente coherente con ella. Quien dictó la orden sabía bien que contemplar Venecia es una forma de poseer la ciudad. Y eso era algo que, ni siquiera de forma simbólica, iba a ser tolerado a los habitantes del gueto.

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En contra de lo que indican los adjetivos, el Guetto Nuovo fue el primero en el que se asentaron los judíos. Sólo más tarde y ante el aumento de la población fue ocupado el Guetto Vecchio. Ahí está esa confusión de lo nuevo y lo viejo, de los tiempos y las edades, que le es tan querida a Venecia.

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