Arcadi Espada y Karl Kraus

John Lewis Gaddis defiende que la escritura de los historiadores ha de imitar “el diseño del Centro Pompidou de París, que pone con orgullo sus ascensores, tuberías y cables fuera del edificio, a la vista de todo el mundo”. La cita es recogida por Arcadi Espada en su último libro, Periodismo práctico, en donde se predica que esa misma exigencia debería ser asumida por la escritura periodística. Ni que decir tiene que la profesión es absolutamente reacia a mostrar al público sus tuberías, porque sabe que su estado de revisión deja mucho que desear. Pero eso es precisamente lo que viene haciendo Arcadi Espada y Periodismo práctico es un nuevo ensayo de ese ejercicio. Coge los periódicos, rasca un poco en su discurso y rápido asoman las tuberías. Las tuberías del periodismo son, en muchos casos, rutinas inveteradas y raramente cuestionadas, usos en apariencia asépticos, pero nunca inocentes.

No es inocente, dice Arcadi Espada, que un periódico titulase en portada con la voz de los terroristas del 11-M: “Lo que os hemos hecho es justo…”. Y el antetítulo: “El vídeo perdido del 11-M vincula el ataque con Irak”. La asepsia queda en entredicho cuando se pregunta si hubiese sido posible este otro titular: “Lo que os hemos hecho es justo. Un vídeo perdido de ETA vincula su lucha con la opresión del pueblo vasco”. Tampoco resulta inocente que la prensa se preste a dar cuenta de las intenciones y proyectos de terroristas detenidos, es decir, a convertirse en un canal de propaganda de los terroristas –“terrorismo gratis”– y del Ministerio del Interior –“enfatizan la grandeza de la detención”. También invita a la reflexión aquel “ETA intenta una matanza de guardia, mujeres y niños para presionar a Zapatero”, porque si lo que se buscaba subrayar el grado de inocencia de mujeres y niños, cabe entonces suponer “una cierta comprensión ‘militar’ del terrorismo”. Por otra parte, en aquel atentado resultó herida una mujer guardia civil. ¿Habría sido posible este otro titular: “ETA intenta una matanza de guardias, hombres y niños para presionar a Zapatero”? A la pregunta sobre qué hacer con el gitano bueno del titular “El exuberante violinista gitano Roby Lakatos debuta en el Palau”, Arcadi Espada propone que nos preguntemos si no “habrá un racismo de la celebración”. También denuncia, por ejemplo, la hipocresía de los que previenen de la necesidad de no alimentar el morbo a través de las fotografías de víctimas de un crimen terrorista. “No los oigo en prosa”, dice al comentar su silencio ante noticias como la del asesinato de una joven que había aparecido con “el pantalón bajado”, a pesar de que, en la línea siguiente, la policía aseguraba que no había habido “forzamiento sexual”. Parece, en efecto, que la sociedad y los vigilantes de la deontología tienen una especial sensibilidad para las imágenes. Arcadi Espada nos enfrenta a nuestra insensibilidad para la prosa, para la semántica y la gramática. Denuncia la degradación orwelliana de las palabras, la aceptación acrítica de “la neologengua y el doblepensar”. “Retorzamos el pescuezo a la sintaxis para ver si suelta el último estertor y al fin comprendemos”, propone. “Toda lengua es un templo en el que está encerrada el alma del que habla”, cita. Él demuestra que el alma no siempre es inmaculada y que cuando habla se delata.

A quienes advierten un vacuo prurito profesoral en el escándalo que le provoca que el periodismo hable de “crisis humanitarias” o de “crisis humanas” y no le baste la palabra “tragedia”, devaluada por tantas tragedias deportivas que se nos cuentan; a los que no perciben la diferencia entre “Muere, atropellado, un niño…” y “Mata a un niño, atropellándolo…”; a aquellos que ven en la antropomorfización de un huracán un eficaz recurso estilístico y no la huella de la superstición que ve en él “el castigo secular con que la ciega naturaleza afronta el desafío de los hombres, siempre prestos a convertirse en dioses”; a quienes no reparan en que utilizar el verbo inmolar –cuya definición es “sacrificarse por un ideal o por el bien de otros”– para describir la acción de un terrorista es tanto como concederle la gracia de su paraíso, reconocer sentido a su acto, en lugar de colocarlo en el laico vacío del suicidio, Arcadi Espada les recuerda que “todos estos problemas semánticos” son, en realidad, problemas “morales”.

Arcadi Espada denuncia los riesgos de un periodismo que adereza su relato con una inflación de adjetivos porque desconfía de la elocuencia de los hechos. Alerta sobre un periodismo que se complace en convertir en noticia antes las creencias que los acontecimientos. Previene ante el sentido tranquilizador que se proporciona a la realidad a través de fast truths, rápidas y casi siempre tramposas respuestas a la pregunta del por qué y “ante la que el periodismo debería mostrar, por ejemplo, la misma humildad que muestran la ciencia, la filosofía y los entrenadores de fútbol”. Avisa de la irresponsabilidad del periodismo cuando ofrece distintas versiones de los hechos como si fuesen equivalentes, cuando da cuenta de una estupidez con total seriedad o cuando hace la crónica de “un fajo de declaraciones que se contradicen” reservando la razón para el último al que se concede la palabra. Expone sus cargos contra el periodismo conspirativo que encuentra siempre gato encerrado y contra el periodismo de la falacia retrospectiva del “esto se podía haber evitado”.

Todos estos procedimientos del periodismo dejan su huella en la redacción y así es como la sintaxis y la semántica son mucho más que preocupaciones de académicos exquisitos. Arcadi Espada no es Lázaro Carreter y Periodismo práctico no es El dardo en la palabra. Arcadi Espada encuentra en el uso de la lengua los indicios de los acantilados morales por los que el periodismo acostumbra a despeñarse. Hay en su método algo que recuerda al modo de proceder de Karl Kraus.

“Kraus es muy consciente –expone Adan Kovacsics en su magnífico ensayo Guerra y lenguaje (Acantilado, 2007)– de que, cuando se llega al fondo del lenguaje, éste deja de existir y aparece lo que en él brilla (o no): el pensamiento, la postura moral y humana. […] Kraus ponía el lenguaje como eje para medir la degradación. A la autoridad del juez catoniano añadía la minuciosidad del corrector de pruebas ideal. Insistió hasta las últimas consecuencias en que una coma era una cuestión moral, política y estética de primer orden, en realidad, el fundamento de todo ello”.
Karl Kraus agarraba un periódico y lo destripaba de un modo similar al que hace Arcadi Espada, en cuya obsesión por la promiscuidad entre literatura y periodismo –asunto al que sigue dando vueltas aquí a propósito, una vez más, de Soldados de Salamina de Javier Cercas y A sangre fría de Truman Capote– parece encontrarse otra huella de las ideas que el escritor austríaco expuso en la revista unipersonal Die Fackel.

“Contrapone allí –explica, de nuevo, Adan Kovacsics- satíricamente la concisión y sobriedad de las informaciones de prensa del XIX a la necesidad de los productos periodísticos del siglo XX de aderezar y ornamentar la información con tópicos, opiniones e impresiones. Karl Kraus pone en la picota la absorción, manipulación y aprovechamiento, por parte de la práctica periodística, del lenguaje literario y, a su vez, la disposición de éste a prestarse a tal operación. La conchabanza acaba rebajando tanto el periodismo como la literatura”.

El lector tendrá sus discrepancias con Arcadi Espada, pero no podrá negar su habilidad para poner el dedo en las llagas del periodismo, para descubrir los síntomas de algo que chirría y que el lenguaje no sólo no encubre, sino que evidencia. El lector podrá sentirse irritado por el tono deliberadamente provocador, por la suficiencia y seguridad de quien nunca admite dudar ante ningún problema, pero tendrá que reconocer que coloca fuera del edificio del periodismo, bien a la vista, sus tuberías. El lector dirá que muchas de esas tuberías ya le han sido mostradas antes, que Arcadi Espada explota una fórmula que conoce bien, que rehace un ejercicio que ya nos ofreció antes en sus libros o en su blog, pero cuando menos admitirá que son ¡antológicos! los diez mandamientos para la redacción de un obituario que cierran Periodismo práctico junto a una pregunta y una respuesta:

“¿Qué hacer con la muerte del periodismo?
Dar la noticia”.


Habrá que pensar si Periodismo práctico no es otra cosa que una necrológica.

Ciudad Universitaria

A finales de 1989 comencé mis estudios de periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Era una mole de hormigón, de hormigón y cemento, toda gris, por dentro y por fuera, sin ni siquiera el más remoto recuerdo de una mano de pintura. El entusiasmo veinteañero quedaba instantáneamente deprimido al entrar en aquel edificio que contagiaba el gris. Los pasillos, las aulas, la biblioteca, la cafetería, todos los espacios, todos, estaban perennemente iluminados por luz artificial, un poco apagada, desmayada, sin vocación ni fuerzas para aplacar la tristura grisácea. Nunca un rayo de sol pudo entrar por las ventanas, ni siquiera en el brillante mayo madrileño. Por otra parte, no tengo el recuerdo de haberme asomado nunca a una de ellas, hasta ese punto resultaba inconcebible que aquellos huecos acristalados permitiesen la vista del exterior. Se decía que el edificio había sido construido según los planos de una cárcel, mínimamente adaptados para el nuevo destino que las instalaciones iban a tener. Los alumnos contribuíamos a perpetuar aquella leyenda repitiéndola a los recién llegados. Nos parecía perfectamente verosímil y, desde luego, una clave para entender la vida académica que durante cinco años nos aguardaba. Cinco años de prisión. La arquitectura era el primer y más visible indicio de la pena a la que estábamos condenados.

También la arquitectura debió de ser el primer aviso que recibieron los alumnos que en 1933 estrenaron la Facultad de Filosofía y Letras, la primera de la futura Ciudad Universitaria. El edificio había sido diseñado por el arquitecto Agustín Aguirre López, que contó con la colaboración del ingeniero Eduardo Torroja Miret. Quería ser un espacio para un nuevo tiempo, como recuerda la exposición La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República. Arquitectura y Universidad durante los años 30 que hasta el 15 de febrero puede verse en las salas Juan de Villanueva y Pedro de Ribera del Conde Duque. En efecto, aquella facultad era un edificio racionalista y funcional, proyectado en todos sus detalles como lugar para la docencia y la investigación. Era un ejemplo de vanguardia arquitectónica que aspiraba a albergar la vanguardia de la enseñanza y la investigación universitarias:

“La arquitectura funcional –se subraya en el catálogo de la exposición-, los adelantos tecnológicos únicos en su tiempo (este edificio tuvo el primer ascensor de tipo continuo en España), la luminosidad y amplitud de los modernos espacios, los muebles de esmerado diseño y la alegoría de las Humanidades de la inmensa vidriera Art Decó del vestíbulo eran el marco perfecto de una ambiciosa aventura científico-pedagógica. En realidad, simbolizaban un afán de educación integral, basada en la tolerancia, la excelencia académica y, en definitiva, en los ideales de la Institución Libre de Enseñanza”.

La exposición en el Conde Duque muestra los planos originales del ambicioso proyecto arquitectónico y también ejemplos del mobiliario de las aulas y despachos. Las vitrinas exhiben libros de los profesores que allí impartieron clases, nombres que el visitante reverencia, impresionado sin remedio por su enumeración incompleta: José Ortega y Gasset, Julián Besteiro, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Claudio Sánchez-Albornoz, Luis de Zulueta, José Gaos, Tomás Navarro Tomás, Emilio García Gómez o Manuel García Morente, quien fue el decano de la facultad.

Quién no contemplará, además, con una mezcla de devoción y curiosidad, el pulcro cuaderno con las notas que tomó Julián Marías durante las clases de Ortega y Gasset o los apuntes de otros estudiantes de las lecciones dictadas por Pedro Salinas sobre Lope de Vega, Larra o la generación del 98. Algún alumno también creyó que merecía la pena distraer un rato al estudio para hacer una antología mecanografiada de “grandes frases” pronunciadas por el profesor Andrés Ovejero: “La revolución no hay que hacerla con b labial, sino con v de corazón”, “La Universidad es el último reducto de la holgazanería dominguera española”.

Las fotografías y las fichas de alumnas, entre las que se encuentra la de Hildegart Rodríguez, hablan de la incorporación femenina a la Universidad en aquellas fechas. También una mujer, Juana Capdevielle San Martín, fue la responsable de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras e impulsó su modernización con la esperanza de que se convirtiese, según sus propias palabras, en “una rueda del perfecto engranaje universitario, un elemento de cultura, un instrumento de formación para los ciudadanos españoles del mañana”. Un panel de la exposición está ocupado por una gran reproducción de una preciosa fotografía, perteneciente a los archivos de la agencia EFE, tomada en 1934 y en la que se ve a Juana Capdevielle en los depósitos de la biblioteca de la facultad. Ella, atenta a los criterios de la moda vigente, con una boina ladeada y vistiendo una falda larga que termina un poco antes de llegar a los tobillos, parece sacada directamente del óleo Las universitarias, obra de Rafael Pellicer que también cuelga en las paredes de esta muestra. Juana Capdevielle parece la encarnación de aquellas universitarias, tan decidida y atrevida como ellas, pero más real y, por eso, más hermosa: sus zapatos y calcetines están cubiertos por el polvo del lugar en el que trabaja.

El cuaderno de escolaridad de Alonso Zamora Vicente nos muestra la fotografía de aquel joven alumno que, años después, en “Ciudad Universitaria, 1935”, evocó su paso por aquella Facultad “con su arquitectura tumbada, sus ventanales generosos y sus pasarelas de barco nuevo y blanco”, levantada en lo que poco antes fuera un campo de trigo con vistas a la sierra de Guadarrama. En aquel texto, recordó con humor el “peligro amarillo”, una camioneta de ese color que conducía a diario a los profesores a sus obligaciones docentes; a ellos, a su ejemplo y a sus lecciones rindió homenaje, al tiempo que se confesó “avergonzado” -¿¡fue posible eso!?- “por lo poco que hicimos frente a lo mucho que se nos dio”. En aquel escrito, Zamora Vicente afirmó que aquel centro en el que estudió fue un “símbolo”: “Un día se cortó aquello, de un tajo fuerte, decidido, sin retroceso”.

Pues bien, la última parte de la exposición está dedicada a la guerra civil y a la “desolación de la quimera” que la Facultad de Filosofía y Letras había representado. Los libros de su biblioteca sirvieron para levantar parapetos y barricadas. El edificio resultó devastado, completamente arruinado. La dictadura franquista reconstruyó aquella arquitectura, pero vaciándola de su sentido y misión originarios: acoger la vanguardia universitaria. Esa vanguardia no pudo regresar. Son muchas las metáforas que podrían hablar sobre ese regreso imposible a causa del asesinato, el exilio, la represión y la censura. Una de ellas es la que nos ofrece la biografía de Juana Capdevielle, aquella mujer que fue alumna de Julián Besteiro, compañera de estudios de María Zambrano y que soñó un futuro de libertad y cultura. Cuando se produjo la sublevación militar en 1936, fue detenida, encarcelada y finalmente asesinada. Su cadáver apareció el 19 de agosto en una cuneta, en el Km. 526 de la carretera Madrid-A Coruña, en el Monte da Gándara, a las afueras de Rábade (Lugo). Estaba embarazada. Unas semanas antes había sido fusilado su esposo, Francisco Pérez Carballo, profesor universitario y último gobernador civil de la República en A Coruña.


La guerra civil y la dictadura supusieron, en efecto, un tajo brutal e irreparable en la continuidad del proyecto de la Ciudad Universitaria que, entre enero de 1933 y julio de 1936, comenzó a hacerse realidad en aquella Facultad de Filosofía y Letras que la exposición en el Conde Duque evoca. Ella me ha permitido recordar que estudié en una Ciudad Universitaria que podría haber tenido otro color distinto al gris.


La fotografía de los milicianos en el salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras fue tomada por Marín y publicada en ABC el 23 de abril de 1937.

El mundo de ayer

La fotografía muestra a un envejecido, casi irreconocible, Santiago Casares Quiroga -el primero por la derecha- en París, en 1946. La enfermedad lo obligó a vivir su exilio en la capital francesa prácticamente enclaustrado, haciendo acopio de paciencia “para no estallar como un triquitraque en esta bendita casa que cada vez se me cae más encima”, con una acusada sensación de alejamiento del mundo, de vida detenida: “Aquí la vida sigue tan igual a sí misma como siempre; y no es de esperar que cambie”, le decía en una de las cartas a su hija María Casares que han sido recogidas por María Lopo en Cartas no exilio. Aún se podría añadir más, se le había impuesto la idea de que el mundo del que estaba apartado no le pertenecía, que el suyo, como expresó en más de una ocasión, era “otro mundo”, “el anterior”, “aquel en que se viajaba sin pasaporte, sin visados, ni restricciones monetarias, etc., etc., etc.”.

Podría parecer que Casares Quiroga cifraba la esencia del mundo del que procedía en una minucia, la de aquella libertad de movimientos que hacía innecesarios permisos, autorizaciones y un cúmulo infinito de trámites burocráticos para cruzar fronteras. Sin embargo, también otros radicaron ahí el esclarecedor síntoma de un mundo que había hecho crisis. En ese sentido, José Ortega y Gasset escribió en uno de los artículos publicados entre 1929 y 1930 que compusieron La rebelión de las masas:

“Mientras, hace treinta años, las fronteras eran para el viajero poco más que coluros imaginarios, todos hemos visto cómo se iban rápidamente endureciendo, convirtiéndose en materia córnea que anulaba la porosidad de las naciones y las hacía herméticas. La pura verdad es que desde hace años Europa se halla en estado de guerra, en un estado de guerra sustancialmente más radical que en todo su pasado”.

Por su parte, Stefan Zweig recordó, una vez se convirtió en “refugiado”, en uno de aquellos “hombres privados de derechos y sin patria”, los tiempos anteriores a la I Guerra Mundial, en los que las fronteras “no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich”. En sus memorias, significativamente tituladas El mundo de ayer, escribió:

“Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primero las del pulgar, luego las de todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda clase: de salud, de vacunación y buena conducta, cartas de recomendación, invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas, rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo de ese montón de papeles, uno estaba perdido”.

A renglón seguido, Zweig añade: “Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte que las mencione”. Por eso intenta explicarse, mostrar lo que aquellas aparentes minucias ocultaban:

“Constantemente se nos hacía notar que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia administrativa. Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados, fichados y marcados, yo todavía hoy –como hombre incorregible que soy, de una época más libre y ciudadano de una república mundial ideal– considero un estigma los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros. Son bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales”.

En las cartas que Casares Quiroga remitió a su hija se puede descubrir hasta qué punto le resultaba lacerante su condición de exiliado, de hombre sin patria y sin derechos, pendiente de la concesión de la gracia administrativa de los papeles que le permitiesen viajar o instalarse en un país. Esa conciencia la asumió María Victoria Casares Pérez que, tantas décadas después de haberse convertido en Maria Casarès, titula sus memorias con el nombre del documento expedido por la prefectura de policía que le había permitido vivir en Francia. Ver en estos pormenores únicamente un fastidioso engorro burocrático impide la justa comprensión del inherente problema de identidad que, en mayor o menor grado, tiene que afrontar cualquier exiliado; que, desde luego, constituye uno de los ejes del ejercicio memorialístico de María Casares en Residente privilegiada (Barcelona, Argos Vergara, 1981), y que, por otra parte, Stefan Zweig definió de un modo tan conciso como elocuente:

“Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaporte extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi “yo” original y auténtico quedó destruida para siempre. […] De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras”.

Los exiliados europeos de las primeras décadas del siglo XX fueron, quizás, los primeros en alcanzar la dolorosa comprensión de lo que significaba el advenimiento de un mundo dividido por fronteras blindadas, un mundo que todavía es el de hoy.

Fotografía: Casares Quiroga talking to Catalonian politicians. France, April 1946. Photographer: Ralph Morse. LIFE IMAGES.

Cartas en el exilio

En 1979 María Casares se refugió en su casa de La Vergne, en el municipio francés de Alloue (Charente Maritime), para escribir sus memorias: “Yo –confesó en aquel libro que tituló Residente privilegiada– buscaba en la ordenación de las palabras y en una posible musicalidad, por los meandros oscuros o confusos de una memoria olvidada, los signos que me revelarían por fin una identidad”. Aquel ejercicio de recuperación de la memoria olvidada y de descubrimiento de la propia identidad la obligó, según su propio testimonio, a “forzar cajones secretos hasta entonces tabú, en busca de llaves que me ayudasen a abrir puertas hasta ahora condenadas”. No todos aquellos cajones forzados eran metafóricos; uno de ellos atesoraba las cartas que cruzó con su padre en la segunda mitad de la década de los cuarenta y que no había releído desde la muerte de su interlocutor epistolar treinta años atrás. Aquellas cartas se guardan hoy en el “Fons d’archives Maria Casarès”, en la Abadía de Ardenne en St-Germain-la-Blanche-Herbe, que es donde tiene su sede el Institut Mémoires de l’édition contemporaine (IMEC). María Lopo ha vivido la emoción de abrir ese nuevo cajón para ofrecer íntegro aquel epistolario en Cartas no exilio. Correspondencia entre Santiago Casares Quiroga e María Casares (1946-1949), y, a través de él, pormenores del tan mal conocido exilio de los Casares.

El origen de este epistolario se encuentra en las largas ausencias de María del piso que compartía con su padre en el número 148 de la calle Vaugirard de París y que estaban motivadas por los desplazamientos impuestos por los rodajes cinematográficos en los que la actriz participaba en aquellas fechas. Padre e hija intentan paliar la distancia a través de constantes llamadas telefónicas –que hacían merecedora a María, en palabras de su padre, del premio “Óscar de la telefonía sentimental”–, pero también mediante la creación de un espacio comunicativo epistolar.

Se podría decir que las cartas intercambiadas ofrecen noticias sobre la vida retirada de Santiago Casares Quiroga, a quien la tuberculosis crónica que padecía lo mantenía prácticamente enclaustrado en su domicilio. En ellas queda constancia de las dificultades económicas –“tan pronto se atraviesa la crematística se me marchita el humor”–; de su preocupación por la trayectoria profesional y las relaciones sentimentales de María, para quien deseaba una “vida instalada” ajena a la inestabilidad de esa “tienda de nómadas” que era el exilio; del peso de la enfermedad; de la memoria siempre presente de “las dos Estheres”, su hija y su nieta, rehenes de la dictadura franquista en A Coruña, y también de su alejamiento de la política republicana en el exilio.

Se podría decir, asimismo, que en este epistolario quedan registradas noticias de la agitada vida de María Casares en aquellas fechas: comentarios e informaciones sobre los rodajes en los que participa, en especial, de La Chartreuse de Parme y Bagarres; sobre el “dilema de los dos Juanes”, la compleja historia amorosa que mantuvo con Jean Servais y Jean Bleynie, o sobre el inicio de su amistad con Gérard Philipe.

Y siendo cierto que todos los aspectos mencionados pueden ser seguidos a través de esta correspondencia, ella constituye, antes que nada, una descripción de la estrecha relación paterno-filial. En Cartas no exilio quedan a la vista los lazos de amor y admiración recíproca, de intereses y desazones compartidas que unían a los corresponsales. Frente a la preocupación por el estilo de la escritura de Santiago Casares, consciente de estar practicando un género, la literatura epistolar, María Casares escribe con una celeridad indiferente por la forma. En cualquier caso, por encima de esas diferencias, las cartas de ambos revelan una espontaneidad expresiva que permite destrenzar los hilos de una intimidad difícilmente accesible de cualquier otro modo, incluso a través de los fragmentos de esas cartas que ya habían sido incluidos en Residente privilegiada. Aquellos extractos no reflejaban la naturaleza del contexto en que se insertaban, no ofrecían el vívido espectáculo del diálogo de dos personalidades que, a través de él, esbozan su retrato y el de su relación. Es, en ese sentido, la lectura inédita del epistolario íntegro la que permite un conocimiento nuevo sobre relación de Santiago Casares Quiroga y María Casares.

El intercambio epistolar mostró sus insuficiencias y limitaciones como espacio comunicativo en ciertas ocasiones, así ocurrió, por ejemplo, cuando se formaliza el compromiso matrimonial de María, más tarde frustrado, y que consume de impaciencia a Santiago, quien siente el perentorio “deseo de hablar contigo, un diálogo directo, y no con la enojosa intervención de la pluma y del correo”. En otros momentos, sin embargo, la carta se convierte en un canal que ofrece posibilidades confesionales únicas que María –quien utiliza habitualmente el francés en sus mensajes, que la edición ofrece también traducidos al gallego- aprovecha cuando escribe: “[…] e non falemos do meu pai, a quen nunca me atrevín a decir a miña fonda veneración, que non vén do feito do ser meu pai, senón de ser Santiago Casares, un home como nunca coñecín outro igual”. No fue el único momento en el que ella se hace consciente y hace consciente a su corresponsal de las singulares oportunidades que le brindaba este modo de comunicación: “[…] se non me atrevín a falarche antes del é porque hai cousas que podo escribirche pero que non che podo decir”.

Ambos convierten la “batalla epistolar” que habían establecido en el soporte de las noticias de los acontecimientos exteriores de sus días, pero también de la cruda expresión de sus estados de ánimo. En ese sentido, María llega a mostrar su temor a la soledad en unas líneas en las que ronda la idea de la muerte del padre:

“Entre todo isto, é certo, síntome ás veces melancólica en exceso e creo que nunca pensei tanto en ti e en mamá, nin con tanto cariño.
Creo que sodes os dous únicos seres que amei na miña vida e si é bo que teñan sido dous, pregúntome con angustia que faría eu de min se un día quedase soa.
Coídate moito por min. […]
Estou contenta que esteas aí”.


En su respuesta, Santiago Casares Quiroga afirma identificar sus propios sentimientos en los de su hija, dice sentir una especie de comunión telepática, en la que quedan confundidos los murciélagos que, premonitorios y lóbregos heraldos de la muerte, asedian a ambos:

“[…] espero que entre el trabajo y el Monte Ventoux consigan ahuyentar todos los murciélagos que andaban revoloteando en torno a tu cabeza en estos últimos tiempos.
Algunos de ellos (hablo de los murciélagos, no de los tiempos) han perdido la ruta y han venido a posarse en la cabecera de mi cama, aventando en mi cabeza el mismo problema y análogos pensamientos que los que a ti te ocupaban al escribir tu última carta. ¿Telepatía?, ¿aviso al subconsciente advirtiendo que hay que preparar la maleta para “the undiscovered country from whose bourn no traveller returns”, que decía Hamlet? No lo sé; el hecho es que pasé tres días sumido en pleno y denso betún […]”.


Es en estos pasajes del epistolario donde se advierte hasta qué punto, como apuntó María Casares en Residente privilegiada, en aquellas fechas “mi padre empezó a preparar su propia muerte”. Incluso cabría añadir que también estaba preparando a su hija para ese trance: “No te aturrulles, pues, ni te impacientes, y sírvanos a uno y a otro esta separación forzosa como entrenamiento para otras futuras, incluyendo la definitiva”.

Que la premonición de la inminencia de la muerte esté muy presente en el epistolario no es un impedimento para que Casares Quiroga dé muestras constantes de su sentido del humor. Es su estrategia para descargar de gravedad las noticias sobre su delicado estado de salud y, en realidad, para comentar cualquier acontecimiento. Así, conocedor de la displicente actitud de María ante los molestos actos oficiales a los que fue invitada en cierta ocasión, pregunta irónico: “¿Cómo extrañarse, después de saberte ciscándote en el Protocolo, de la opinión que el mundo se hace de nosotros los rojos?”. No resulta extraño, pues, que la destinataria de estas líneas afirmara: “me parto de risa con tus cartas”. Ella, quien en distintas ocasiones señaló el humor como uno de los pilares de la relación con su padre, también echa mano de él a menudo, por ejemplo, cuando se refiere a los kilos ganados durante las demoras impuestas por las productoras cinematográficas durante el rodaje en Roma de la adaptación de la obra de Stendhal La Chartreuse de Parme, en la que encarnaba a Gina Sanseverina:

“A pasta, o “fare niente” [sic] que adoptei sen demora –sempre hai que tentar asimilarse deseguida ao país no que se vive para vivir ben nel– os sonos prolongados, as vacacións forzadas, etc., etc., fixeron da rapaza fraca, avellada e triste, e estragada, e decadente, unha especie de vigoroso becerro que temo, se isto continúa, ver pronto converterse en vaca. E daquela, se empezo eu tamén a coller un ar bovino, xa non estou de acordo.
Ben é certo que todo isto ten só unha importancia persoal e relativamente secundaria, pois no que se refire á Sanseverina, se é que algún día chego a rodalaa, terei tempo, ata entón, de ter boca cara, adelgazar, poñerme de novo regordecha, morrer, resucitar, ter 12 fillos, facer algunhas viaxes, unha carreira de bailarina e atopar finalmene unha liña perfecta digna dun tan digno personaxe. Doutra banda, os músculos e a graxa protexen o meu corazón das fortes emocións que a Scalera-Film asociada coa Discina me preparan todos os días de deus”.

Estas cartas fueron releídas por María Casares treinta años después de ser escritas, en el momento en que acometió la redacción de sus memorias, un costoso ejercicio de recuperación de su memoria y de definición de su identidad. Otros treinta años separan nuestra lectura de la de ella, que tiene lugar precisamente en el año en que se cumple el 70º aniversario del inicio del exilio republicano. A través de ella es posible adquirir la cabal comprensión de la importancia que la propia María Casares concedió a ese epistolario, recuperado ahora por María Lopo, autora de trabajos anteriores en torno a María Casares, como el estudio “María Casares. A Galicia cosmopolita” y el texto teatral “O meu nome é María Casares”, ambos publicados en la revista lucense Unión Libre. Cadernos de vida e culturas. Cartas no exilio permite entrar, como nunca antes fuera posible, en el universo de la calle Vaugirard; volver a comprender hasta qué punto es imposible cualquier recuperación de la memoria de María Casares prescindiendo de la memoria de Santiago Casares Quiroga, y, en definitiva, desvelar la honda verdad de unas líneas escritas en La Vergne en 1979 en las que se evocan los días de aquellas cartas y lo que ellas significaban:

“[…] lo que buscaba ciega y ávidamente no era, en modo alguno, otra cosa que la imagen que únicamente él podía entonces enviarme para devolverme a mí misma. Así, mientras él procuraba, recluido en su celda de Vaugirard por los rigores del invierno, mantener a través de la radio y los periódicos el hilo que le unía al mundo, yo, entregada por vez primera al mundo, buscaba a través de él aferrarme al único hilo que me unía a mí misma: mi padre”.