Larra y Mesonero


Del mismo modo en que resulta más sugerente e iluminador el ensayo de Juan Goytisolo sobre Blanco White que muchos trabajos doctorales, me interesa más el modo en que Francisco Umbral leyó a Larra, sin mediar centenarios ni otros fastos, que la lectura academizadante de tantos profesores. A ellos Umbral dirigió una llamada de atención: “Larra y Mesonero no son una pareja a recitar de seguido, como recitamos a los reyes godos”. Pero la advertencia ha quedado desoída y los dos nombres continúan siendo citados de corrido al hablar del costumbrismo. Como, sin embargo, Larra y Mesonero no son lo mismo, luego vienen las obligadas y prolijas disquisiciones sobre las diferencias.

Pero fue el propio Mesonero Romanos quien dejó explicadas y bien explicadas esas diferencias. Así lo hizo, al menos, en un par de ocasiones. La primera fue el 6 de enero de 1839, al describir el perfil del público al que iba dirigido su Semanario Pintoresco. Según aquella declaración, la revista procuraba “únicamente las simpatías de los lectores apacibles, del modesto artista, del estudioso literato, de la mujer sensible, del tierno padre de familia, y [que] pudiese servirles de grato descanso a sus dolores, de cómoda biblioteca a donde acudiesen a recibir el germen primero de mil conocimientos útiles y agradables”. Así que Mesonero conocía tan bien para quién escribía –insignes miembros de una apacible, sensible y tierna burguesía– como qué ofrecerles –una prosa que no turbase el manso sopor del grato mundo en el que estaban cómodamente instalados–.




Mientras, Larra se venía preguntado desde 1832 “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”. La cuestión que le torturaba no era sólo la egotista preocupación sobre quiénes eran sus lectores, sino el desvelo que le producía la intuición de que si sus artículos no encontraban un público eso significaba que a la revolución que postulaba también le faltaría una base social que la hiciese posible. Como señaló Miquel dels Sants Oliver, Larra “parece advertir por anticipado que la revolución se extravía y hace ‘falsa ruta’; […] que hay una gran parte del problema que corresponde a la política, es cierto, pero que acaso la parte principal no puede conseguirse por el esfuerzo simplemente mecánico de la legislación”. Larra advirtió que la revolución tenía que hacerse y encarnarse más allá de las altas esferas de la política y escribió para quienes entendían que “la libertad no se da, se toma”, para los llamados a convertirse en los actores de los cambios que predicaba, para unos lectores que estuviesen dispuestos a verse retratados en su perfil menos favorecedor. Larra no escribía melifluas líneas para que bienpensantes padres de familia se viesen reafirmados. No siendo así, ¿quién era su público y dónde se encontraba? Mientras la pregunta seguía vigente pudo seguir escribiendo; cuando le dio respuesta, llegó el final. “Anécdotas aparte, Larra se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de encontrarla”, dijo Machado por boca de Juan de Mairena en la sangrienta fecha de 1937, año de guerra civil y del centenario del suicidio del periodista.

Si en 1839 Mesonero Romanos explicó de forma involuntaria la distancia que le separaba de Larra, cuarenta años después, en 1879 y en sus Memorias de setentón, habla consciente y expresamente del abismo que existía entre Fígaro y El Curioso Parlante:

“Como el objeto de ambos escritores y la manera de desenvolver su pensamiento sean tan diversas, no cabe término equitativo de comparación, pues mientras que el intento de Fígaro fue principalmente la sátira política contra determinadas épocas y personas, El Curioso Parlante se contuvo siempre dentro de los límites de la pintura jovial y sencilla de la sociedad en su estado normal, procurando, al describirla, corregir con blandura sus defectos. Esto va en temperamentos, y el de Larra distaba lo bastante del mío para conducirle al suicidio a los treinta y un años, mientras que a mí ¡Dios sea loado! me ha permitido emprender, a los quince lustros, las Memorias de un setentón”.

Mesonero Romanos, por una vez salvaje, zanjó una cuestión que todavía andan virando y revirando los profesores.

A Guilherme Alpendre,
por su lectura apasionada e iluminadora de Larra y Mesonero.

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