Huelga de periodistas





Dos eran los motivos, según Julio Camba, que hacían de la huelga de periodistas un ejercicio absurdo: uno, el público no necesita para nada los periódicos, y dos, los periódicos no necesitan para nada a los periodistas. Lo que en 1919 era el exabrupto de un humorista, hoy pasa por la ceñuda descripción naturalista del trance que atraviesa la profesión que podría dibujar la pluma de un Zola. Los periodistas en huelga se rebelan contra el totalitarismo de la realidad. Si hacerle la huelga a la realidad es un absurdo, que lo discutan Camba y Zola.

Mientras ellos deciden y en tanto se resuelve si la movilización será eficaz o perfectamente inútil, a esta hora, la única certeza evidente es lo insólito de la huelga. Sí, una huelga de periodistas es una rareza que tiene un escueto historial, contados antecedentes. Los periodistas nunca se han caracterizado precisamente por una levantisca solidaridad corporativa; son más de plañir por la destrucción del templo de Jerusalén mientras se dan de cabezazos contra el Muro de las Lamentaciones. También esto lo advirtió Camba, que había jornaleros con ínfulas aristocráticas, desclasados sin demandas laborales. En su momento fueron llamados proletarios de levita y no deja de ser curioso, porque su uniforme no era la levita, sino la americana: “Los  proletarios de levita no tenemos instinto de conservación, además de no tener levita”.

Que los periodistas no vistiesen el blusón del obrero y no calzasen las alpargatas del bracero ha tenido consecuencias nefastas e irreparables, además de escasamente ponderadas. Quizás fue en 1919, durante una huelga que se inició al grito de “los directores tendrán que hocicar o diñarla”, cuando se frustraron las posibilidades de que el gremio adquiriese una inteligencia sindical. Cansinos Assens recordó, en La novela de un literato, un mitin celebrado entonces en un teatro de la madrileña calle de Atocha y el fiasco con que se clausuró:

“Heredero, Endériz y otros desconocidos, reporteros de sucesos o de las agencias periodísticas, desfilan por aquel tabladillo, pronunciando arengas y soflamas, idénticas a las que tantas veces han recogido en sus informaciones. La dignificación de la clase, la necesidad para ello de unirse a los proletarios e ingresar en la Casa del Pueblo… El periodista, después de todo, es un obrero como los demás…, un obrero de la pluma, que si no tiene callos en las manos, los tiene en el cerebro…
-¡Bravo, bravo!
Algún veterano encanecido en la galera periodística exclama: -¡Ya era hora!... Pero muchos de los que forman el público, reporteros, redactores políticos, con sueldo en algún ministerio, redactores con firma que han ido allí más bien por curiosidad, tuercen el gesto al oírse equiparar con los obreros… ¡Y, sobre todo, esa proposición de ingresar en la Casa del Pueblo!... Eso es demagogia… Se oyen murmullos contenidos:
-Aquí hay elementos extraños…, agitadores profesionales… Se ve la mano de los socialistas… ¡Y eso no!...
De pronto salta al escenario la corpulenta figura del Caballero Audaz, que estaba no sé dónde, confundido entre los grupos… Alto, hasta parecer un gigante sobre aquella peana del tabladillo, arrogante, gordo, bien vestido con su chaleco de fantasía y sus botitos, como un socio del Casino de Madrid, el arribista que debe su fama a esas noveluchas eróticas como Alma desnuda (cuyo título más justo sería Cuerpo desnudo) y su lujo llamativo y vulgar, su abrigo de pieles, sus sortijones y su alfiler, a su casamiento con una cocotte menopáusica, El Carretero Audaz, con su vocejón plebeyo, de labriego andaluz, arremete despectivo y retador con los oradores que lo han precedido, sobre todo con Endériz (con el que parece tener algún pique personal), y los acusa de estar al servicio de la Casa del Pueblo y querer utilizar a los periodistas para sus fines subversivos…, y eso no puede tolerarse… Eso es rebajar en vez de dignificar a la clase periodística y él no está dispuesto a tolerarlo, y en nombre de la elegancia espiritual (?) se opone a esa alianza de la pluma con la alpargata…
Se oyen aplausos y protestas mezcladas. Ezequiel Endériz sube al tabladillo para contestar a las insidias del novelista erótico. Endériz, que cultiva una prosa violenta, tiene también corpulencia de púgil. ¿Qué va a pasar?
Pues no pasa nada… Su réplica a El Carretero Audaz es tímida balbuciente…, casi plañidera. El novelista se engalla más aún y se entabla entre ambos un duelo de palabras, en que el terrible cronista sale batido y pálido y nervioso baja del escenario… El Carretero Audaz queda allí erguido como un campeón en el ring…
La reunión termina a farolazos, como alguien define. Los reunidos se desbandan, en un estado de ánimo desalentado y confuso… Los periodistas viejos murmuran: -Ya sabíamos que de aquí no saldría nada… Los periodistas somos irredentos…”.

Por un momento, pareció que los proletarios iban a consumar la revolución de desvestir la levita o la americana y exclamar: “¡Viva el blusón libre y la alpargata con honra!”. Todo quedó desbaratado por la elegancia espiritual de varios sortijones, que resultaron ser las armellas que atornillaron la dócil conciencia aristocrática de los plumillas. Cuando los periodistas comienzan a desatornillarla, otros caballeros audaces se llevan una sorpresa mayúscula. Uno de ellos ha constatado hoy mismo, en la plaza roja: “Además de conciencia como periodistas, tienen conciencia de ser trabajadores”. Lástima que la conciencia llegue cuando ya no hay gremio, ni trabajo; lástima grande que los carreteros solo hayan adquirido la audacia de jalearla llegada la hora del finiquito.

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Dejábamos a Camba y Zola discutiendo sobre el absurdo de seguir una huelga contra la realidad. El materialismo anarcoaristocrático de uno y el materialismo positivista del otro habían llegado a un punto de acuerdo: las huelgas, no solo las de los periodistas, se convocan contra el real estado de cosas. Ergo: o todas son absurdas o ninguna lo es. En estas se encontraban cuando terció Pirandello para advertirles del humorismo de una huelga contra la realidad secundada por quienes tienen por profesión escribir la crónica de la realidad. Lleva la razón el italiano: el profundo sentimiento de lo contrario define la esencia del humor, que es, como todo el mundo sabe, una cosa bien triste.

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