El asedio al castillo de Chambord


Robert J. Day:
Thousands of words cascade out of N.Y. Times building

El dinero es un atributo imprescindible del poder y un símbolo insuficiente del imperio. Por eso, Jeff Bezos no ha comprado a la familia Graham un negocio ruinoso, sino un símbolo todavía resplandeciente. Ha puesto su nombre al abrigo del mito que esos señores que solo saben sumar moneditas, los contables, llaman marca. Es el suyo el mismo esnobismo de todas las transiciones, el del nuevo rico que envidia el vetusto abolengo de la aristocracia. También Adolph S. Ochs tuvo en su día veleidades nobiliarias. Había conseguido convertir Longacre Square en Times Square. La plaza fue rebautizada en 1904, cuando aún faltaban meses para que concluyeran las obras del edificio que acogería su periódico. Y, sin embargo, aunque hoy resulte incomprensible, un rascacielos en el corazón de Manhattan no colmaba la ambición del editor. Era demasiado nuevo; le faltaba la pátina del tiempo, esa costra que visten los prestigios. Y Ochs hizo decorar su moderna autoridad con el estilo del renacimiento francés. En los años 30 por fin podía presumir–así lo hizo delante de Paul Morand– de que la nueva sede de The New York Times era un remedo del castillo de Chambord. 


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