'Heraldo de Madrid'. Tinta catalana para la II República española




Marx, Engels y McLuhan mediante, el materialismo ha inspirado las teorías de la comunicación con mayor predicamento. Una versión nunca ensayada, pero con sugestiones irresistibles, podría ser aquella que propusiese un relato sobre la historia del periodismo a partir de la descripción de las redacciones que han ocupado los diarios. Véase, por ejemplo, cómo era el domicilio de un vespertino madrileño a principios de la década de los 20 del siglo pasado:

“El edificio que ocupaba, en la calle Marqués de Cubas, era muy amplio y de una centralidad insuperable en la ciudad. La sala de redacción había sido decorada por el arquitecto Arturo Mélida cargándola de ornamentaciones entre las que destacaba un friso donde se leía con letra gótica


DAR A ENTENER LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA;
HACED QUE LAS BUENAS LEYES SE GUARDEN.
Cervantes (discurso de las Armas y las Letras)

Sobre una chimenea de estilo plateresco, unos azulejos componían la figura de un heraldo medieval a caballo, con una trompeta en ristre. Frente a él, un enorme retrato de Miguel Moya Ojanguren y otro de Felipe Ducazcal, fundador del periódico en 1890”.

Así describe Gil Toll la sede del Heraldo de Madrid en la monografía que ha dedicado al periódico, editada por Renacimiento. Saltan a la vista los indicios: Cervantes en letra gótica, el pastiche plateresco y el trompetero medieval. Son la pretenciosa mezcolanza de símbolos que había amañado un diario inequívocamente decimonónico, los restos de una gloria finiquitada. Allí estaban también, para refrendar la decadencia, los retratos de los patronos. Felipe Ducazcal, el ventajista atrabiliario, asomaría desde un marco con volutas su facha antañona de fantasma inverosímil. Por su parte, a Miguel Moya, muerto en 1920, no le había dado tiempo a adquirir la dignidad nostálgica del espectro. Hubo quien dijo que se lo había llevado por delante el soponcio que le causó la reciente huelga de periodistas. Fuese así o no, lo cierto es que el suceso biológico vino a coincidir con la agonía del Heraldo y también de la Sociedad Editorial de España, el célebre trust al que estaba asociado el diario y cuya constitución Moya había impulsado en 1906. En definitiva, el periódico de la calle Marqués de Cubas conservaba la inútil centralidad de una sede cuando su voz se encontraba ya en los arrabales de la ultratumba.

¿Cómo fue, entonces, que se salvó aquella cabecera con una tirada ridícula y una deuda que superaba los dos millones de pesetas? La respuesta que ofrece el libro de Gil Toll está en su mismo subtítulo: la tinta catalana. Los hermanos Busquets, proveedores de la tinta con que el periódico se había escrito y sus principales  acreedores, asumieron la propiedad y la gestión del diario en febrero de 1923. Y la metáfora de la tinta como la sangre que corre por las venas del periódico se convirtió, por una vez, en una literalidad física, orgánica, materialista.  

Heraldo de Madrid se convierte, pues, en el portavoz de los intereses empresariales de los Busquets, quienes también van a imprimir al diario una nueva sensibilidad política con respecto a Cataluña: “No se trata de ir a hacer catalanismo a Madrid como si estuviéramos en Barcelona, sino intervenir en la vida española pensando en catalán”. La frase es del abogado Amadeu Hurtado, el encargado de diseñar un plan de viabilidad para la cabecera, y resume la vocación de los nuevos editores. Por lo demás, el diario terminará por identificarse con la causa de la II República hasta el punto de que, entre los vítores que se dieron en las calles de Madrid el 14 de abril de 1931, hubo un “¡Viva Fontdevila!”. Era el homenaje al director de un diario que no necesitaba apurarse a buscar un gorro frigio para lucir en la ocasión. Su compromiso republicano se mantuvo sin ambigüedades en los años siguientes.

Podría decirse que la historia que relata Gil Toll es, en cierta forma, la de una redacción entre dos momentos: el de la llegada de los Busquets a aquella sede de vetustas glorias y rancias pretensiones, y aquel 28 de marzo de 1939 en que una centuria de la Falange procede a la incautación de las instalaciones. La irrupción de los gánsteres de la victoria franquista sorprende a los redactores del periódico comiendo lentejas, el plato único de los años de la guerra, en la larga mesa que ocupaba la redacción. Los talleres del edificio de Marqués de Cubas fueron arrendados inmediatamente a Juan Pujol, que los utilizaría para editar el diario Madrid. “El entuerto rojo quedaba deshecho” proclamó Arriba, sucinto y tajante al dar por concluidos los tres últimos lustros del Heraldo de Madrid.



Durante aquella etapa cancelada de forma salvaje, el periódico había multiplicado su tirada. Desde luego, eran una fantasía descabellada los 160.000 ejemplares de los que alardeaba en 1930. Aquí, ni entonces ni ahora, hemos sabido cuántos lectores suma la prensa, pero la verdad estaría más cerca de los 30.000 ejemplares que declaraba su director en 1928. En cualquier caso, aquello representaba un éxito rotundo que, por sí solo, no es capaz de explicar ningún materialismo histórico; menos aún, su versión devaluada, la fetichista que se fijase únicamente en la sala que abría el conserje, al cuidado de plumillas, tinteros y cuartillas, encendiendo la estufa en invierno, en la que los redactores escribían y, después, al cierre de la última edición, hacia las siete de la tarde, jugaban al póquer. No hay constancia de que los Busquets mudasen la anticuada decoración de aquella habitación. Así que el nuevo Heraldo inventó un periodismo nuevo obviando el espíritu de Ducazcal y la tramoya pomposa de la azulejería. El libro de Gil Toll cuenta una historia empresarial y acaricia la intuición de que la hizo posible, tanto como la tinta catalana, un equipo en el que estuvieron, entre otros, Carlos Sampelayo, Vicente Sánchez Ocaña, Carmen de Burgos, Juan González Olmedilla, César González-Ruano, Manuel Chaves Nogales, Gerardo Ribas o Manuel del Arco, bajo la dirección de Manuel Fontdevila. Su fórmula estuvo basada en el convencimiento de que, en cierta forma, todo el periodismo es periodismo local: “El comentarista mejor será aquel que recoja el suceso más lejano del mundo en las antenas de la pluma y lo brinde al lector tan familiar como si hubiera sucedido en Vallecas”. Y, sobre todo, Fontdevila no estaba dominado por el fetichismo de las redacciones. Le gustaba recordar lo que decía su jefe y maestro en La Tribuna, Antonio Cullaré, cuando tenía a todos sus redactores en la calle: “Están cosechando espigas. La redacción no es más que un molino. La noticia sensacional, la espiga de oro, hay que buscarla en el surco, entre las amapolas del drama”.

En definitiva, Heraldo de Madrid. Tinta catalana para la II República española propone el rescate de un proyecto empresarial y de una tradición periodística olvidada, todavía olvidada, en un campo de adormideras.



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En la fotografía de Díaz Casariego que acompaña este texto, los fetichistas pueden ver a la plantilla de periodistas del Heraldo de Madrid posando en la redacción; y, en los primeros minutos de la película El misterio de la Puerta del Sol o el último día de Pompeyo (1929), los talleres del diario.




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