Camba en París





Camba está de saldo. ¡Por fin! Mucho mejor así que cuando lo vendían de liquidación gaceteros à la mode y cátedros démodé, carcundas y anarcos, gallegos tragantones y madrileños ludópatas, sin papeles, enteradillos y acreditados. Liquidaron y falsificaron a Camba, a conveniencia del negocio que cada cual regentaba. La operación debió de ponerse en marcha el día en que alguien tuvo la ocurrencia de comparar al periodista con Sergio Dalma. Entonces no podíamos siquiera sospechar que faltaba muy poco para que lo convirtiesen en un hit del periodismo melódico.

Pero ya pasó. Pasó la moda del bailar pegados y Camba vuelve a los saldos y a su vida de siempre. Por eso he podido toparme con él lejos de los escaparates, en París. Es 1912 y anda en compañía de Azaña, Álvarez Pastor y un tal señor Muela. Se distraen juntos, tanto que Manuel Azaña se olvida del disciplinado diario que lleva. Hace una única anotación para los veinte días, entre el 20 de abril y el 10 de mayo, que dice perdidos: ha abandonado los libros en las bibliotecas, los periódicos en el café y sus ordenadas rutinas, también el curso sobre Garcilaso que seguía; todo lo cambia por el paseo matutino en barca por el lago del Bois de Boulogne, comida en el restaurante Royal de la rue Pigalle, paseos vespertinos por el Jardin du Luxembourg y farras nocturnas en teatros, cabarets, variétés, cafés y tabernas. Resumen de lo que escribe en el diario y de lo que discretamente calla: «Diferentes excesos». 

Por contarlo todo a quienes estén presumiendo la disolvente influencia de Camba, Azaña añade: «Un día he ido con Camba a la conferencia de Croisset, para que conociera estas cosas; también le llevé al de Fatio. Le he enseñado la Sainte Chapelle, Saint-Etienne du Mont y el Panteón. Camba ha estado en París más de dos años». No es cierto que llevase ese tiempo en París, pero se entiende perfectamente la idea. También que Azaña andaba malversando la atención periodística de Camba con la cháchara de Croisset, que maldita la falta que le hacía para escribir el artículo sobre cómo habían recibido los franceses la noticia del hundimiento del Titanic. El caso es que aquellos días se acaban: «Afortunadamente –y se oye el suspiro de alivio de Azaña– Camba y Muela se han ido a Alemania; podremos volver a nuestro cauce». Sí, Camba se marcha, pero a desgana y obligado. Los franceses, irritadísimos con alguno de sus artículos, expulsan al periodista del país. De camino a Berlín, se despide de les petits benhours. El texto, incluido en la antología que editó Pedro Ignacio López García (Espasa, 2003), que sigue siendo una de las mejores entre las que no preparó el propio Camba, terminaba diciendo:

«Yo quisiera en este momento disponer de un estilo algo lírico, para darle mi adiós a Francia. Yo no puedo dejar Francia sin melancolía. Claro que, al decir Francia, yo no me refiero realmente a Francia, sino más bien a la reunión española de la terraza del café de La Source. Yo digo Francia y me represento sucesivamente la terraza de La Source, el jardín de Luxemburgo, la Place Pigalle, tal vez el Bosque de Bolonia, unas cuantas amigas que he tenido aquí y de ningún modo pienso en Marsella, ni en Burdeos, ni en Monsieur Fallières, ni en la Academia francesa. Una vez fuera de Francia, la visión y el recuerdo irán reduciéndose y, al cabo de un mes, cuando yo sienta mucho la nostalgia de Francia, la Francia no será ya para mí nada más que la reunión del café de la Source, donde todas las tardes se disparaba alguien diciendo:
-Pero ¿han visto ustedes lo que hace este Canalejas?».

Lo sabía bien, todo pasa: Canalejas, Croisset y hasta la terraza de La Source. ¿Cómo no Camba?

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