¡No soy un cromo!





Están los exhibicionistas, duendes, audaces y demás gandías; los poetas de la ausencia, como El detective Roskoff, y, por último, los orgullosos y los snobs. A esta tercera categoría pertenecen todos aquellos que, con más o menos convicción, oponen cierta resistencia a que los conviertan en un cromo. José Nakens tenía al respecto un criterio tan inquebrantable como lo eran su republicanismo y su anticlericalismo. Así lo advertía en un artículo de 1889, recogido más tarde en su libro Trozos de mi vida:

«Ningún periódico de los que se dedican a publicar retratos de personajes (?) ha logrado obtener mi permiso para reproducir mis facciones. Recuerdo que allá por el 83 ú 84 le contesté al director de uno, que había decidido no exponerme hasta que no fuese ministro. ¡Arranque digno de figurar entre los más notables que haya producido el orgullo humano!».

Ministro no iba a serlo ni en la alucinación más desaforada que padeciese la política española, y lo sabía. ¿Fotos suyas? Nunca jamás. El director de El Motín pensaba que exhibirse en la prensa conservadora –la única con posibles para estampar en sus páginas caras y bustos– era algo así como comparecer en la feria de las vanidades vistiendo esmoquin: un entreguismo, una forma indigna de malbaratar la revolución que predicaba. Resultaba imposible doblegar su orgullo. «Nakens estaba preso y no se dejaba retratar por nadie –recordó en 1929 el fotógrafo Alfonso–. Cuantos medios intenté para seguirlo fueron inútiles. Intervino Francos Rodríguez. Intervino también D. Miguel Moya. Todo inútil. Y aquí surge  Morote, que me escribió una carta de presentación para Nakens, quien al leerla rompió a llorar como un niño. ¡Qué cosas no le diría! Yo también creí llorar de agradecimiento, al ver que el inflexible D. José se dejaba retratar convencido por las palabras elocuentísimas y sentidas de Luis Morote». Así que la única forma de ablandar al que pasaba por ser un terrible comecuras era tocando su fibra sensible. Por una vez y sin que sirviese de precedente, el periodista cedió. Casi todas las fotos de Nakens le fueron hurtadas con malas artes o, directamente, a las bravas, por la fuerza represiva del Estado. Hoy sólo lo podemos ver detenido, esposado, cubriendo el Far West de sus ideas con un sombrero muy propio.
 

 De riguroso perfil, en la ficha policial.


Viejo, cansado y digno posando delante de un lienzo arrugado en la Cárcel Modelo.


Es imposible encontrar hoy una foto que falsifique la coherencia insobornable de Nakens. Estaría encantado.


Mariano de Cavia era otro enemigo declarado de los fotógrafos. Sólo había accedido a posar para Campúa en cierta ocasión y toda la profesión lo sabía. Por eso El Caballero Audaz no las llevaba todas consigo aquel día de 1914 que se marchó a entrevistar al periodista, aunque fuese acompañado por quien una vez logró el milagro.

«–¿Crees que conseguiremos hacer algo? –le pregunté a Campúa, que, arrebujado en un rincón de la berlina, con su máquina sobre las rodillas, descorría la vista distraídamente al través de los cristales.
–No sé qué decirte, chico –me contestó desesperanzado–. Es muy raro este sujeto. Yo no he podido hacerle más que una fotografía en mi vida, que por cierto es la única que de él hay; esa del clavel y el cordoncito de los lentes. Ya verás, es un hombre especial; un enemigo sincero de toda exhibición.
Este pesimismo de Campúa me desconcertó».

El pesimismo estaba más que fundado como iba a comprobar la pareja enseguida. «Suplico a ustedes –advirtió [Cavia] muy serio– que prescindan esta tarde del oficio. ¡Nada de fotografías ni demás engorros! ¿Hem?... Dejen ustedes eso para los estafermos que quieran lucirse; yo le detesto». La verdad es que al final, después de mucho gruñir, se sentó en un banco de El Retiro y se dejó. Campúa lo había vuelto a lograr. De hecho se podría decir que había conseguido volver a hacer la misma foto, porque allí estaba el mismo Cavia, idéntico a sí mismo, sólo que añoso.


Pero aquello era una derrota en toda regla para El Caballero Audaz, que no podía sumar a su álbum de fotos, en donde siempre se le veía acompañado de los prestigios de la época, la de Cavia. Este era perro viejo y no se prestó promocionar al caballero que decía ser la encarnación misma del intrépido nuevo periodismo. Ningún recién llegado iba a enseñarle al autor de Azotes y galeras las reglas de la publicidad, que había manejado magistralmente cuando tocaba, por ejemplo, en aquellos lejanos días en que escribía su columna bajo el título Plato del día. No parece que entonces gastase muchos reparos o escrúpulos.


Con su carrera ya hecha, entonces sí, Cavia podía ponerse muy estirado y despotricar contra los estafermos exhibicionistas. Murió en 1920 y las necrológicas fueron ilustradas por la foto que, de alguna manera, él había elegido: la del clavel reventón en la solapa, el cordoncillo de los lentes y el ricito que caracoleaba en la frente. Le encantaba esa imagen cursi y relamida; quizás se equivocaba, porque ella contribuyó a convertir su nombre en un significante vacío que terminaría bautizando el premio periodístico que hace siglos que no premia a ningún periodista y que concede un diario para el que Cavia nunca escribió. Para más inri, cuando Google busca hoy alguna imagen de Cavia, lo que encuentra son los preciosos modelitos que la Reina luce durante la ceremonia de entrega.  

Nakens era un orgulloso y Cavia, un snob. Más para acá, Enric González echó mano de la arrogancia de uno para repetir los melindres del otro cuando en El País le pidieron una fotografía para colocar en la cabecera de su columna «Un asunto marginal»: «No logro entender qué interés puede tener alguien en conocer el aspecto de quien escribe, pero el fenómeno parece imparable. Poco a poco, los periódicos se han llenado de caritas, sonrientes, tímidas, espantadas». ¡Como si la moda fuese cosa de hoy! La verdadera novedad era el reproche: el periodista culpaba a los lectores, voyeurs carentes de imaginación que necesitan de un fetiche para excitarse porque la prosa periodística no les basta. «Cuando se anunció –seguía diciendo– que los artículos de este diario irían acompañados por una imagen del autor, rogué que me eximieran. Lo conseguí, creo, en el primero de esta errática serie marginal. Para el segundo echaron mano de una imagen disponible en Internet».

Podría haberse disculpado como lo hizo Unamuno, cuando el director de una revista le pidió un retrato y aquello desató «un pequeño conflicto en mi conciencia»: «El resultado final de tal conflicto es la decisión de enviarle el retrato, pues el resistirse a que aparezca en público la imagen de nuestro físico arguye, en los tiempos que corren, mayor petulancia que el ceder a ello», escribió en ¡1902! Pero en 2008 Enric González opta por un alambicado ejercicio de exhibicionismo, porque lo que hacía era precisamente llamar la atención sobre la foto a los lectores despistados y, al mismo tiempo, avisaba de que en realidad no había cedido, no se había rendido, que él era un articulista sin pose.


Pero miremos bien la foto supuestamente encontrada al azar de una búsqueda en Internet. La cabeza estaba ligeramente ladeada para obligar a los ojos a mirar por el rabillo a la cámara, en un gesto un poco pícaro o burlón que termina de dibujar la media sonrisa. Era la misma pose que adoptaba en sus textos. La foto era, pues, perfecta y a Enric González le encantaba. 

Foto: Alberto Cuéllar

Cuando fue fichado por El Mundo, procuró repetirla ante el objetivo de Alberto Cuéllar, pero ni el fotógrafo ni el fotografiado consiguieron reproducir aquella despreocupación que afectaba antes. Algo cambió desde el momento en que Enric González comenzó a escribir al dictado del tipo de aquel cromo nuevo. 


En cierta ocasión, preguntado Umbral por si lo primero que leía en el periódico era su columna, dijo, para quien quisiera entender: «No. Es lo primero que miro, para ver la foto». No era una boutade.

https://twitter.com/mario_benito/status/686995234752983043



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